**Diario de Valentín Pérez**
Regresé a casa sin avisar. Tras cumplir mi última misión en el ejército, descubrí que mi hijo agonizaba solo en la UCI del Hospital Ramón y Cajal, en Madrid. Mientras tanto, mi nuera, Claudia, festejaba en un yate en Mallorca. Congelé todas las cuentas al instante. Una hora después, enloqueció al enterarse.
Llegué al aeropuerto Adolfo Suárez-Madrid Barajas con el amanecer dorado filtrándose por los ventanales. Mi vieja maleta militar, gastada en las esquinas, descansaba a mis pies como una compañera fiel de cuatro décadas. En el bolsillo, el reloj de bolsillo de mi padre vibraba con cada movimiento, recordándome la promesa que me hice de joven: *Siempre volver a casa*. A mis 61 años, recién retirado, había entregado mi vida a la infantería de marina: desde rescates en misiones internacionales hasta labores humanitarias tras el terremoto de Lorca. Pero hoy solo quería ser padre. Ansiaba abrazar a David, mi hijo.
Salí rápido de la terminal, como en los viejos tiempos. El sol madrileño ya calentaba. Detuve un taxi. “Calle Alcalá, número 210, por favor”, dije con voz serena, aunque por dentro sentía oleadas de emoción. Imaginaba a David abriendo la puerta con su sonrisa de infancia, compartiendo un café y hablando de todo lo que me había perdido. La radio sonaba noticias del ejército, pero ya no eran mi mundo.
Ayer terminé mi última misión como asesor de la OTAN en una operación en Sudamérica. Cuarenta años de carrera, desde operaciones contra el narcotráfico en el Estrecho hasta noches en misiones encubiertas. Todo quedaba atrás. Miré por la ventana del taxi. La ciudad pasaba rápido, pero mi mente estaba en ese piso modesto donde David y yo habíamos construido sueños.
Al bajar frente al edificio, el corazón se me encogió. Las persianas bajas, ni una luz encendida. Toqué el timbre. Nada. Golpeé la puerta. Silencio. El buzón rebosaba de folletos arrugados. Una mala señal.
Doña Carmen, la vecina de toda la vida, regaba sus geranios al otro lado de la calle. “¡Valentín! ¡Dios mío! ¿No te han avisado?”, exclamó al verme. Cruzé la calle con las piernas temblando. “David lleva dos semanas en el Ramón y Cajal. Y Claudia… vi fotos suyas en redes. Está en Mallorca, en un yate”.
El mundo se desmoronó. Corrí al hospital. En la UCI, David yacía conectado a máquinas, irreconocible. El doctor Salas, con voz fría, me soltó la verdad: “Cáncer de estómago en fase terminal. Si lo hubieran traído antes…”.
No aguanté más. Tomé su mano fría. “David, soy papá”. Entre susurros, sus labios se movieron: “Te quiero”. Luego, el pitido plano de la máquina.
Llamé a Claudia. Música, risas. “David ha muerto”, le dije. “Ya lo sé. Estoy ocupada”, contestó, colgando.
Al día siguiente, en la casa de David, encontré facturas de yates, joyerías y spas. Claudia había gastado todo el dinero que enviaba para su tratamiento.
Llamé al teniente coronel Mateo Rojas, viejo amigo del Ministerio de Defensa. “Congela todo”, le ordené. En horas, las cuentas de David estaban bloqueadas. Claudia llamó furiosa, pero ya no importaba.
Reuní pruebas: extractos bancarios, mensajes de WhatsApp donde Claudia se burlaba de David. Armando Jiménez, un abogado penalista, presentó una demanda por malversación y abandono. En el juicio, Claudia se defendió con mentiras, pero las pruebas hablaron por sí solas. El juez falló a mi favor.
Con el dinero restante, creé el *Fondo David* para pacientes con cáncer abandonados. En el Hospital Gregorio Marañón conocí a Lucas, un niño de nueve años con leucemia, huérfano. “¿Puede ser mi abuelo?”, me preguntó un día. Ahora vive conmigo en la casa de David. Pintamos las paredes de azul, su color favorito.
Hoy, mientras Lucas ríe en el jardín, miro el reloj de mi padre y susurro: *David, sigues aquí*.
**Reflexión final**:
Esta historia es ficticia, pero el dolor de las familias rotas es real. A veces, la justicia no devuelve lo perdido, pero nos da fuerza para proteger a quienes quedan. Si has vivido algo similar, no calles. La verdad, aunque duela, libera.
¿Y tú? ¿Elegirías luchar o guardar silencio? Cada decisión enciende una luz para alguien más.
*— Valentín Pérez*