Cuando llegué a casa aquel miércoles por la tarde, mi vecina, la señora Robles, estaba en su porche con los brazos cruzados y una mirada más irritada de lo habitual. “Tu casa hace demasiado ruido durante el día, Marcos”, se quejó. “Hay alguien gritando ahí dentro.”
“Eso es imposible”, contesté, ajustando las bolsas de la compra. “Vivo solo. Y estoy trabajando todo el día.”
Ella negó con la cabeza, firme. “Pues alguien está ahí dentro. Hoy al mediodía oí voces de nuevo. Una voz de hombre. Llamé, pero nadie respondió.”
Su insistencia me inquietó, pero me forcé a reírme. “Seguramente la tele. A veces la dejo encendida para ahuyentar a los ladrones.”
Pero al entrar, el aire se sentía extraño, como si la casa contuviera el aliento. Dejé la compra y recorrí las habitaciones. Todo estaba exactamente igual. Ni ventanas abiertas, ni señales de forzamiento, ni huellas en el suelo de madera. Nada faltaba. Me convencí de que mi vecina había confundido algún ruido y aparté el pensamiento de mi mente.
Esa noche apenas dormí.
A la mañana siguiente, tras dar vueltas por la cocina media hora, tomé una decisión. Llamé a mi jefe, diciendo que estaba enfermo, y me quedé en casa. A las 7:45 abrí el garaje, saqué el coche lo justo para que los vecinos me vieran, luego lo apagué y lo empujé de vuelta en silencio. Entré por la puerta lateral, me dirigí rápidamente a mi habitación y me deslicé bajo la cama, bajando el edredón lo suficiente para ocultarme. El corazón me latía tan fuerte que temí que me delatara.
Los minutos se arrastraban. Un silencio denso llenaba la casa. Hacia las 11:20, cuando ya empezaba a dudar de mi cordura, oí el sonido inconfundible de la puerta principal abriéndose.
Lenta. Cuidadosa. Familiar.
Pasos avanzaron por el pasillo con la confianza de alguien que cree pertenecer a ese lugar. Zapatos rozando ligeramente el suelo, un ritmo que reconocía pero no lograba identificar. Contuve la respiración.
Entonces los pasos entraron en mi dormitorio.
Una voz masculina, baja y molesta, murmuró: “Siempre dejas todo hecho un desastre, Marcos…”
La sangre se me heló.
Conocía mi nombre.
Y la voz sonaba extrañamente familiar.
Me quedé inmóvil, cada músculo bloqueado por el terror, mientras la sombra de sus piernas se movía por la habitación… y se detenía justo al lado de la cama.
Bajo el lecho, respiraba entrecortadamente, con el polvo arañándome la garganta. El hombre en mi cuarto actuaba con una seguridad inquietante, abriendo cajones y moviendo objetos como si conociera cada rincón de mi espacio. Su voz, tranquila pero irritada, me hacía recordar algo que no lograba captar.
Un cajón se cerró de golpe. “Siempre escondes las cosas en sitios distintos, Marcos…” dijo.
La piel se me erizó. ¿Cómo sabe lo que hago?
Fue al armario y lo abrió. Los perchas tintinearon suavemente. Desde mi escondite, solo veía sus botas: cuero marrón, marcadas por el uso pero recién lustradas. No era un ladrón asustado. No tenía prisa. No era cauteloso. Actuaba como alguien que regresa a casa después de mucho tiempo.
Necesitaba ver quién era. Moviéndome con cuidado, me acerqué al borde de la cama para ampliar mi visión. Él tomó una caja azul que no reconocí, susurró algo en un acento indefinible y siguió buscando.
Entonces mi teléfono vibró en el bolsillo.
El sonido fue apenas audible, pero pudo ser una explosión. Él se detuvo. Contuve el aliento.
Lentamente, se agachó. Sus botas giraron hacia la cama.
Sus dedos aparecieron, enganchando el edredón mientras lo levantaba para mirar debajo.
Rodé hacia el otro lado y me puse de pie de un salto. Él se abalanzó, tirando una lámpara mientras yo retrocedía. Cuando se enderezó, por fin vi su rostro con claridad.
Se parecía a mí. No exactamente: su mandíbula era más ancha, su nariz algo torcida, su pelo más denso. Pero el parecido era suficiente para retorcerme el estómago. Me miró con una mezcla extraña de irritación y resignación.
“No tenías que estar aquí”, dijo con calma.
“¿Quién eres?”, exigí, agarrando la lámpara como arma.
“Me llamo Adrián”, respondió, alzando las manos. “No pensaba que lo descubrirías así.”
“¿Qué haces en mi casa?”
“He estado quedándome aquí. Solo de día. Tú te vas por horas. Nunca te das cuenta.”
El pulso me golpeaba las sienes. “¿Llevas meses viviendo aquí?”
“Sí”, admitió en voz baja. “No quería hacerte daño.”
“¡Has entrado en mi casa!”
“No he entrado a la fuerza.”
“¿Qué significa eso?”
Vaciló, mirando hacia el pasillo. “Tengo una llave.”
Un escalofrío me recorrió. “¿De dónde sacaste una llave de mi casa?”
Tragó saliva, luego respondió con una simplicidad demoledora. “De tu padre.”
“Mi padre murió cuando yo tenía diecinueve años”, dije, aún aferrado a la lámpara.
Adrián asintió. “Lo sé.”
“¿Entonces cómo te dio una llave?”
Exhaló despacio y se sentó en la cama, sin mostrar ni rastro de miedo. “Porque también era mi padre.”
Por un momento, las palabras no calaron. Parecían imposibles, como una pieza de un puzle equivocado. Lo miré fijamente, esperando sarcasmo o alguna señal de que estaba trastornado. Pero su expresión era serena.
“Mientes”, afirmé.
“No.” Abrió la caja azul que había cogido antes. “Tu padre dejó esto. Quería que lo encontraras algún día.”
Dentro había cartas antiguas, amarillentas, todas en la letra de mi padre. Abrí la primera. No estaba dirigida a mi madre, sino a una mujer llamada Elena. Mientras leía, el pecho se me oprimió. La siguiente carta reveló más: una relación oculta, un hijo, una vida que mi padre había separado y ocultado de nosotros.
Un hijo llamado Adrián Torres.
“¿Por qué no me lo dijo?”, susurré.
Adrián se encogió de hombros con extraña dulzura. “Quizá quiso proteger a tu madre. O protegerte a ti. Las familias son complicadas. Hizo lo que creyó necesario.”
“Pero ¿por qué venir ahora? ¿Por qué colarteen mi casa?
Adrián se pasó una mano por el pelo. “No iba a ser así, pero hace seis meses perdí el trabajo, el piso donde vivía se volvió inseguro y no tenía a nadie más… esta casa era lo único que me quedaba de él.”
Intenté asimilar sus palabras. No justificaban lo que había hecho, pero el desespero en su voz era real.
“Podrías haberme hablado”, dije.
Adrián soltó una risa amarga. “¿Llegar a tu puerta y decir ‘Hola, soy el hermano que nunca supiste que existía’? No creí que me creerías.”
El silencio entre nosotros se volvió pesado. La rabia dentro de mí se transformó poco a poco en confusión, en dolor, en una extraña empatía que no quería reconocer.
“No puedes seguir viviendo aquí”, dije al fin.
“Lo sé.”
“Pero no tienes que desaparecer tampoco.” Tragué saliva. “Si es verdad lo que dices… quiero saber. De él. De todo.”
Los ojos de Adrián se suavizaron. Por primera vez, aquella dureza que había en su mirada se quebró.
“Me gustaría eso”, respondió en voz baja.
Y así hablamos: de nuestro padre, de nuestras infancias, de los caminos paralelos que habíamos llevado sin saberlo. No borró el miedo ni la sensación de violación. Pero reveló algo inesperado.
No un intruso.
Un hermano.
Alguien que había estado solo demasiado tiempo, igual que yo.
El fin.