Una valiente niña salva a un bebé destrozando un auto y desata una inesperada revelación

4 min de leitura

Hoy escribo con el corazón apretado. Las calles de Madrid brillaban bajo el sol abrasador del mediodía mientras yo, Lucía Mendoza, una chica de dieciséis años, corría como alma que lleva el diablo hacia el instituto.

El calor era denso, pegajoso, como una manta pesada sobre la piel. El asfalto ardía bajo mis zapatos gastados, que repiqueteaban contra las aceras mientras esquivaba a los transeúntes con el corazón a punto de salírseme por la boca. Llegaría tarde por tercera vez esta semana.

El director me lo había dejado claro el lunes pasado, mirándome por encima de sus gafas con ese aire de superioridad que tanto me crispaba: *«Mendoza, otra tardanza más y revisaremos tu beca. Hay otros alumnos esperando tu plaza»*, dijo con esa voz cortante que hacía que hasta el aire se helara.

No podía perderla. Sin la beca, no solo tendría que dejar el colegio privado al que había entrado casi por milagro, sino que además tendría que ponerme a trabajar en el supermercado del barrio, como mi madre. Estudiar era mi única salida.

Mi uniforme, heredado de una prima mayor, me quedaba holgado y mostraba los años de uso: mangas deshilachadas, una mancha amarillenta en el cuello de la blusa, un remiendo torpe en la falda. Pero era lo mejor que mi familia podía permitirse, y yo lo llevaba con orgullo, como si fuera nuevo.

Al doblar hacia la Gran Vía, aminoré el paso para esquivar a un hombre que empujaba un carrito de helados. Y entonces lo oí.

Al principio pensé que era mi imaginación, un eco perdido entre el runrún de los coches y las voces lejanas. Pero el sonido volvió, más claro esta vez: un llanto débil, entrecortado.

Me detuve en seco, con el pecho agitándose como un fuelle. Fruncí el ceño y miré a mi alrededor. La avenida, normalmente llena de gente a esas horas, estaba extrañamente vacía en ese tramo. Solo unos cuantos coches aparcados, persianas cerradas, el murmullo lejano de la ciudad.

El llanto volvió, más débil. Y yo, guiada por instinto, seguí el sonido hasta un Mercedes negro, reluciente bajo el sol. Las ventanillas estaban tintadas, reflejando la luz como un espejo.

Acerqué mi cara al cristal, pegando la frente contra el vidrio, y al principio solo vi sombras. Pero cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra, distinguí una pequeña figura en el asiento trasero.

Un bebé, atado a su sillita, se retorcía sin fuerzas. Tenía la cara enrojecida, el pelo pegado a la frente por el sudor. Movía los labios, pero apenas salía sonido.

*«Dios mío»*, susurré, sintiendo un vuelco en el estómago.

Golpeé el cristal con los nudillos. *«¡Eh! ¿Hay alguien ahí? ¡El bebé, se está asfixiando!»*

Nada. La calle seguía desierta. Ni un guardia, ni un adulto responsable. Nadie.

Volví a golpear, más fuerte. El bebé ya ni lloraba; sus movimientos eran lentos, casi imperceptibles.

Recordé de golpe una noticia que había leído en el móvil de una compañera: un niño había muerto de un golpe de calor dentro de un coche.

*«No… no, no, no»*, balbuceé, mirando desesperada a mi alrededor.

Vi un ladrillo suelto junto a un árbol. Lo cogí con manos temblorosas. *«Lo siento…»*, musité, sin saber si me disculpaba con el dueño del coche, con el bebé o con mi propio futuro.

Y entonces lo estrellé contra la ventana.

El cristal estalló en mil pedazos con un crujido seco. La alarma del coche aulló, rompiendo el silencio del mediodía.

Sentí que los fragmentos de vidrio me arañaban los brazos, pero no me aparté. Metí la mano por el hueco, desabroché los arneses con dedos torpes y saqué al niño.

Ardía. Su cuerpo era un brasa contra el mío.

*«Tranquilo, tranquilo…»*, murmuré, apretándolo contra mi pecho. *«Ya estás fuera, cariño».*

Corrí como nunca en mi vida.

(Continúa…)

Los vecinos asomaron por los balcones. Un hombre desde una ventana gritó: *«¡Oye, tú! ¿Qué haces?»*

*«¡El bebé se estaba ahogando!»*, le respondí sin detenerme.

Seis calles más allá estaba el hospital. Las piernas me quemaban, el uniforme se me pegaba al cuerpo, pero no paré. Un coche frenó junto a mí, el conductor bajó la ventanilla: *«¿Te pasa algo, niña?»*

*«¡Al hospital! ¡Se está muriendo!»*

Me subí.

Llegamos en tres minutos. Entré corriendo en Urgencias, el niño en brazos, gritando: *«¡Ayudadme, por favor!»*

Todo fue rápido a partir de entonces. Camillas, enfermeras, médicos.

Hasta que uno de ellos, alto, de pelo entrecano, se quedó pálido al ver al bebé.

*«No puede ser…»*, murmuró. *«Es mi hijo»*.

El mundo se detuvo.

(Continúa…)

Resultó que el niño había sido secuestrado esa misma mañana.

Yo solo pensé en una cosa: *«Voy a perder mi beca»*.

Pero el médico, el padre del niño, se volvió hacia mí con los ojos brillantes. *«Eres la razón por la que mi hijo está vivo»*, dijo.

Y prometió hablar con el director.

Al final, no perdí la beca.

Al contrario.

Pero eso es otra historia.

Hoy solo escribo para recordar.

Para no olvidar que a veces, lo correcto duele.

Pero siempre vale la pena.

Leave a Comment