Una tarde sofocante en el pueblo, entre ramas y miradas

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El sol de la tarde caía implacable sobre nuestro pequeño pueblo, convirtiendo los caminos de tierra en cintas polvorientas que lo cubrían todo: ropa, piel, esperanza. Agachada en el patio de nuestra humilde casa, recogía ramas secas para el fuego, mis manos ásperas por una década de trabajo interminable.

“Mamá”. Alcé la vista y vi a mi hijo en la puerta, su silueta recortada contra la penumbra del hogar. Con diez años, Diego tenía los ojos de su padre: oscuros e inquisitivos, siempre buscando respuestas que yo no podía dar.

“Sí, cariño”.

Avanzó hacia la luz, entrecerrando los ojos. “¿Por qué no tengo padre como los otros niños del colegio?”.

La pregunta cayó como una piedra en aguas quietas. Sabía que llegaría. Los niños siempre hacen las preguntas que más tememos responder.

“Ayúdame con estas ramas”, evadí, como siempre, reuniendo más leña aunque ya tuviera suficiente.

Diego se agachó a mi lado, recogiendo las ramas más pequeñas con sus delgados brazos. “El padre de Javier vino hoy al festival del colegio. Y el de Lucía le trajo una mochila nueva. Y el de…”

“Lo sé”, interrumpí suavemente. “Sé que los otros niños tienen padres”.

“Entonces, ¿dónde está el mío?”.

Diez años. Una década desde que mi mundo se desmoronó, y aún no tenía una respuesta que no destrozara su corazón como el mío.

“Tu padre…”, comencé, y me detuve. ¿Cómo explicarle que el hombre que lo concibió desapareció como humo? “Tu padre te quería mucho”, dije finalmente, las mismas palabras de siempre. “Pero tuvo que irse”.

“¿Cuándo volverá?”.

“No lo sé, cielo. No lo sé”.

TODO COMENZÓ ASÍ

Tenía veintidós años cuando conocí a Álvaro. Visitaba nuestro pueblo desde Madrid, pasando el verano con su tía, y todo en él parecía sofisticado comparado con los chicos del lugar.

Llevaba ropa limpia que olía a detergente caro. Tenía un reloj que funcionaba. Hablaba con la seguridad de quien ha visto más mundo que los diez kilómetros cuadrados que constituían mi existencia.

Nos conocimos en el mercado, donde vendía verduras de la huerta familiar. Compró pepinos que probablemente no necesitaba solo para hablarme. Yo, joven e ingenua, caí rendida al instante.

Durante tres meses fuimos inseparables. Él me hablaba de la ciudad, de restaurantes donde servían la comida en platos de verdad, de edificios tan altos que había que inclinar la cabeza para ver el techo.

Cuando le dije que estaba embarazada, su rostro se iluminó de alegría. Pura, genuina felicidad que me hizo creer que todo saldría bien.

“Iré a casa mañana”, dijo, tomándome las manos. “Hablaré con mis padres, pediré su bendición y volveré por ti. Nos casaremos. Criaremos a nuestro hijo juntos”.

“¿Lo prometes?”.

“Lo prometo. Volveré en tres días. Cuatro como mucho”.

Nos despedimos en la parada del autobús, su mano sobre mi vientre aún plano. “Cuida de nuestro bebé”, dijo.

El autobús desapareció en la carretera, levantando polvo. Fue la última vez que lo vi.

LA CRUELDAD DE LOS RUMORES

Cuando mi embarazo se notó, Álvaro llevaba dos meses desaparecido. Las cartas que envié a la dirección que me dio su tía nunca obtuvieron respuesta.

El pueblo empezó a darse cuenta.

“Hannah está engordando”, comentó alguien en el mercado con tono malicioso.

“Pero sigue soltera”, añadió otro.

“Seguro que la dejó plantada algún madrileño”.

Los rumores me seguían a todas partes. Al principio intenté mantener la cabeza alta, conservar mi dignidad. Mis padres me creyeron cuando dije que Álvaro volvería.

Pero cuando pasaron los meses y mi vientre crecía, hasta la fe de mi padre flaqueó.

“Quizá deberías ir a Madrid”, sugirió una noche. “Buscarlo tú misma”.

“No sé dónde vive exactamente”, admití. “Solo que cerca del barrio de Salamanca. Podría ser en cualquier sitio”.

Mi madre me apretó la mano. “Hannah, ¿qué vamos a hacer?”.

Para el sexto mes, los rumores se convirtieron en burlas abiertas. Estaba recogiendo patatas en el campo de un vecino cuando un grupo de mujeres pasó cerca.

“Sinvergüenza”, dijo una lo suficientemente alto para que oyera. “Embarazada y soltera. ¿Qué diría su abuela?”.

“Su abuela se revolvería en su tumba”, contestó otra.

“Ningún hombre decente la querrá ahora. Estará sola para siempre”.

Alguien empezó a tirar basura frente a nuestra casa: verduras podridas, papeles rotos, una vez hasta una rata muerta. Mi padre la recogía sin decir nada, pero la vergüenza lo consumía.

Lo peor fue cuando los niños del pueblo empezaron a burlarse.

“¡Hannah no tiene marido! ¡Hannah no tiene marido!”, coreaban en el mercado.

“¿Quién será el padre? ¿Un fantasma?”, se reían.

Tenía ocho meses cuando finalmente estallé. Un grupo de adolescentes me rodeó en la calle principal.

“¿El bebé tiene padre?”.

“¿Será un niño demonio?”.

“¿Tendrá cara?”.

Dejé caer las bolsas de patatas que llevaba y les grité con toda la rabia acumulada. “¡Alejaos de mí! ¡Todos! ¡Dejadme en paz!”.

Se dispersaron riendo, como si mi enfado fuera divertido.

Me senté en el polvoriento camino y lloré hasta quedarme sin lágrimas.

EL NACIMIENTO DE DIEGO

Diego nació un martes lluvioso de septiembre. La comadrona que me atendió dejó clara su desaprobación con cada gesto.

Cuando por fin nació, pequeño y perfecto, gritando contra este mundo cruel, sentí como mi corazón se rompía y recomponía a su alrededor.

“Es un niño”, dijo la comadrona, dejándomelo en el pecho con más fuerza de la necesaria. “Aunque no sé qué harás con él. Sin padre que lo mantenga. Seguramente moriréis de hambre los dos”.

Miré la cara de mi hijo, sus ojos idénticos a los de su padre, y hice una promesa que me sostendría la década siguiente.

“No moriremos de hambre. No lo permitiré”.

La comadrona se fue, llevándose el dinero que mi padre le dio con expresión de disgusto. Mi madre se quedó, ayudándome en esas primeras horas terribles y maravillosas.

“¿Cómo lo llamarás?”, preguntó.

“Diego. Significa ‘instruido’, ‘docto’. Porque algún día la verdad saldrá a la luz. Algún día entenderán”.

“¿Entenderán qué, hija?”.

“Que Álvaro no nos abandonó. Que algo le ocurrió. Que fuimos amados, aunque fuera brevemente”.

UNA DÉCADA DE SUPERVIVENCIA

Los años siguientes fueron los más duros. Mis padres ayudaban como podían, pero eran mayores y tenían poco. Mi padre murió cuando Diego tenía tres años, consumido por la pena, según decía el pueblo.

Mi madre aguantó hasta que Diego cumplió siete. “Cuídalo”, susurró en su lecho de muerte. “No permitas que el pueblo lo rompa como intentaron romperte a ti”.

Después, fuimos solo Diego y yo contra el mundo.

Trabajé donde pude: arrancando malas hierbas, recogiendo cosecha, fregando platos en el único bar del pueblo. La dueña, la señora Rosario, era más amable que la mayoría. Dejaba que Diego se quedara conmigo cuando era pequeño, durmiendo en la trastienda mientras yo fregaba hasta sangrar las manos.

Cuando Diego empezó el colegio, las burlas fueron peores que las que yo sufrí. Los niños pueden ser crueles de formas que los adultos ya han aprendido a disimular.

“¡Diego no tiene padre!”.

“Su madre es una…”, y usaban palabras que habían oído a sus padres, que hacían a mi hijo volver a casa lEl día que los coches de lujo aparcaron frente a nuestra humilde casa y el anciano Don Ramón Mendoza, líder del imperio financiero Ibervance, se arrodilló en el barro pidiéndonos perdón por haber tardado diez años en encontrar a los únicos herederos de su difunto hijo Álvaro, comprendí que la justicia divina, aunque tardía, siempre llega.

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