Una nota en la cena que lo cambió todo

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**Diario personal**

Cuando abrí aquel pequeño trozo de papel arrugado, jamás imaginé que aquellas cinco palabras, garabateadas con la letra familiar de mi hija, lo cambiarían todo. *Finge estar enferma y vete.* La miré, confundida, y ella solo negó con la cabeza, sus ojos suplicándome que confiara en ella. Solo después descubrí el porqué.

La mañana había comenzado como cualquier otra en nuestra casa en las afueras de Madrid. Hacía poco más de dos años que me había casado con Rodrigo, un empresario exitoso que conocí tras mi divorcio. A ojos del mundo, nuestra vida era perfecta: una casa confortable, dinero en el banco y mi hija, Lucía, por fin tenía la estabilidad que tanto necesitaba. Lucía siempre fue una niña observadora, demasiado callada para sus catorce años. Absorbía todo como una esponja. Al principio, su relación con Rodrigo fue tensa, como suele pasar con los adolescentes y sus padrastros, pero con el tiempo parecieron encontrar un equilibrio. O al menos, eso creía yo.

Ese sábado, Rodrigo había invitado a sus socios a un almuerzo en casa. Era un evento importante. Iban a discutir la expansión de la empresa, y él estaba especialmente ansioso por impresionarlos. Pasé toda la semana preparando cada detalle, desde el menú hasta la decoración.

Estaba en la cocina terminando la ensalada cuando Lucía apareció. Su rostro estaba pálido, y había algo en sus ojos que no supe identificar de inmediato. Tensión. Miedo.

—Mamá —murmuró, acercándose como si no quisiera llamar la atención—. Necesito enseñarte algo en mi habitación.

Rodrigo entró en ese momento, ajustando su corbata de seda. Siempre iba impecable, incluso para reuniones informales. —¿De qué estáis hablando? —preguntó con una sonrisa que no llegaba a sus ojos.

—Nada importante —respondí automáticamente—. Lucía solo me pide ayuda con unos deberes.

—Bueno, que sea rápido —dijo, mirando el reloj—. Los invitados llegarán en media hora, y necesito que estés conmigo para recibirlos.

Asentí y seguí a mi hija por el pasillo. Al entrar en su cuarto, cerró la puerta de golpe. —¿Qué pasa, cariño? Me estás asustando.

Lucía no respondió. En su lugar, cogió un trozo de papel de su escritorio y me lo puso en las manos, mirando nerviosa hacia la puerta. Lo desdoblé y leí las palabras apresuradas: *Finge estar enferma y vete. Ahora.*

—Lucía, ¿qué clase de broma es esta? —pregunté, confundida y un poco molesta—. No es momento para juegos.

—No es una broma —susurró—. Por favor, mamá, confía en mí. Tienes que salir de esta casa ahora mismo. Di que te sientes mal, pero vete.

La desesperación en su mirada me paralizó. En todos mis años como madre, nunca la había visto tan seria, tan asustada. —Lucía, me estás alarmando. ¿Qué está pasando?

Miró hacia la puerta, como si temiera que alguien escuchara. —No puedo explicártelo ahora. Prometo que te lo contaré todo después. Pero ahora, tienes que confiar en mí. Por favor.

Antes de que pudiera insistir, oímos pasos en el pasillo. El pomo giró, y Rodrigo apareció, su rostro ahora visiblemente irritado. —¿Qué hacéis que tardáis tanto? El primer invitado acaba de llegar.

Miré a Lucía, cuyos ojos me suplicaban en silencio. Entonces, por un impulso que no pude explicar, decidí confiar en ella. —Lo siento, Rodrigo —dije, llevándome la mano a la frente—. De repente me siento mareada. Creo que es una migraña.

Rodrigo frunció el ceño, sus ojos entrecerrándose levemente. —¿Ahora, Elena? Hace cinco minutos estabas perfectamente.

—Lo sé. Ha sido de repente —intenté sonar genuinamente mal—. Podéis empezar sin mí. Voy a tomar una pastilla y echarme un rato.

Por un instante tenso, pensé que se resistiría, pero entonces sonó el timbre, y pareció decidir que recibir a los invitados era más importante. —Bueno, pero intenta unirte a nosotros cuanto antes —dijo antes de salir.

En cuanto estuvimos solas, Lucía me agarró de las manos. —No te vas a echar. Nos vamos ahora mismo. Di que necesitas ir a la farmacia por medicina más fuerte. Yo iré contigo.

—Lucía, esto es absurdo. No puedo abandonar a los invitados así.

—Mamá —su voz tembló—. Te lo suplico. Esto no es un juego. Se trata de tu vida.

Había algo tan crudo, tan genuino en su miedo, que sentí un escalofrío. ¿Qué podía haber asustado tanto a mi hija? ¿Qué sabía ella que yo ignoraba? Cogí mi bolso y las llaves del coche. Encontramos a Rodrigo en el salón, charlando animadamente con dos hombres de traje.

—Rodrigo, discúlpame —interrumpí—. El dolor de cabeza empeora. Voy a la farmacia por algo más fuerte. Lucía viene conmigo.

Su sonrisa se congeló un instante antes de volverse hacia los invitados con resignación. —Mi mujer no se encuentra bien —explicó—. Volveremos pronto —añadió, mirándome. Su tono era casual, pero sus ojos decían algo que no supe descifrar.

Al subir al coche, Lucía temblaba. —Conduce, mamá —dijo, mirando hacia la casa como si esperara que ocurriera algo terrible—. Aléjate de aquí. Te lo explicaré por el camino.

Arranqué el coche, mil preguntas girando en mi mente. ¿Qué podía ser tan grave? Fue cuando empezó a hablar que mi mundo se desmoronó.

—Rodrigo quiere matarte, mamá —dijo, las palabras saliendo como un sollozo—. Anoche lo escuché al teléfono, hablando de poner veneno en tu té.

Pisé el freno bruscamente, casi chocando contra un camión parado en el semáforo. Mi cuerpo se heló, y por un momento, no pude respirar. Las palabras de Lucía sonaban absurdas, como sacadas de un thriller barato.

—¿Qué dices, Lucía? Eso no es nada gracioso —logré decir, con una voz más débil de lo que hubiera querido.

—¿Crees que bromearía con algo así? —Sus ojos brillaban, su rostro tenso entre el miedo y la rabia—. Lo escuché todo, mamá. Todo.

Un conductor detrás de nosotros tocó el claxon. El semáforo estaba en verde. Aceleré sin rumbo, solo para alejarnos de la casa. —Cuéntame exactamente qué oíste —pedí, intentando mantener la calma, aunque el corazón me golpeaba el pecho.

Lucía respiró hondo antes de empezar. —Bajé a por agua anoche. Era tarde, pasadas las dos. La puerta del despacho de Rodrigo estaba entreabierta, y la luz encendida. Estaba al teléfono, hablando bajito. —Hizo una pausa, como si necesitara valor—. Al principio, pensé que era algo de la empresa, pero entonces dijo tu nombre.

Mis dedos se aferraron al volante con fuerza.

—Dijo: *Todo está planeado para mañana. Elena tomará su té como siempre en estos eventos. Nadie sospechará nada. Parecerá un infarto. ¿Me lo garantizas?* Y después… después se rio, mamá. Se rio como si hablara del tiempo.

Sentí un vuelco en el estómago. No podía ser cierto. Rodrigo, el hombre con quien compartía mi vida, planeando mi final. Era demasiado descabellado. —Quizá lo malinterpretaste —sugerí, buscando desesperadamente otra explicación—. Tal vez hablaba de otra Elena. O eraPero esa noche, mientras sostenía a Lucía entre mis brazos y escuchábamos la lluvia golpear las ventanas de nuestro nuevo hogar, supe que la tormenta había pasado, y que juntas, habíamos encontrado la calma después del caos.

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