Una Niña Sola en el Funeral de su Madre. Cuando la Tierra Tembló, Llegaron los Ángeles del Infierno para Protegerla. Lo Que Dejaron en la Tumba Te Conmoverá.

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Capítulo 1: La Niña del Chubasquero Rosa

La lluvia había cesado al fin, dejando tras de sí un cielo gris y pesado que parecía aplastar el césped bien cuidado del Cementerio de la Almudena. Era martes, uno de esos días sin importancia en los que el mundo sigue girando, ajeno al hecho de que un universo entero se había desmoronado.

Al fondo del camposanto, cerca del muro que amortiguaba el ruido de la autovía, donde los coches rugían como un mar lejano, terminaba un funeral. Fue tristemente breve. No había filas de familiares sollozando con pañuelos en mano. No había compañeros de trabajo bajo paraguas negros compartiendo recuerdos. No había coros entonando himnos sobre volar al cielo.

Solo había un ataúd de pino, la opción más barata que ofrecía el ayuntamiento, y una pequeña figura temblorosa arrodillada en el barro.

Se llamaba Lucía Martín. Tenía seis años.

Llevaba un chubasquero rosa que le quedaba pequeño, con las mangas subidas hasta los antebrazos, y apretaba contra su pecho una mochila con un unicornio de dibujos animados. Los colores brillantes de sus cosas parecían fuera de lugar contra la tierra oscura y húmeda de la tumba recién cavada.

Lucía era la única doliente.

El aire olía a asfalto mojado y al perfume artificial de los lirios baratos que la funeraria había puesto por pena. A Lucía le repugnaba ese olor. Le recordaba al hospital. Le recordaba al final.

María Martín, la madre de Lucía, había sido una luchadora. Trabajaba de camarera en “La Cazuela”, un modesto restaurante junto a la carretera A-6 que servía tortillas a toda hora y no hacía preguntas. María hacía turnos dobles, con los pies hinchados dentro de sus zapatos ortopédicos, oliendo a aceite y café quemado. Tenía una sonrisa capaz de desarmar al camionero más enfadado y una ironía que callaba al cliente más borracho.

Pero las sonrisas y el ingenio no curan el cáncer de ovario en fase cuatro. Y las propinas no pagan la quimioterapia cuando no tienes seguro médico.

María había luchado. Dios, cómo había luchado. No por ella misma —había renunciado a sus sueños hacía mucho—, sino por Lucía. No tenía familia. Nadie a quien llamar. Ningún hermano en quien apoyarse. Había crecido en centros de acogida y estaba decidida a romper el ciclo.

Cuando el cáncer finalmente venció, se lo llevó todo. Los ahorros se esfumaron en medicamentos. Perdió el piso cuando no pudo pagar el alquiler. Y ahora, María ya no estaba.

Lucía se arrodilló en el barro, sintiendo el frío que le calaba los vaqueros. No lloraba a gritos. Era casi peor. Solo miraba fijamente la caja que guardaba a la única persona en el mundo que la había abrazado.

Recordaba las últimas palabras de su madre en la cama del hospital, con la piel pálida como papel: “Sé valiente, mi vida. No te dejo. Solo me voy… a la habitación de al lado”.

Pero esta habitación estaba fría. Y bajo tierra.

Capítulo 2: La Tierra Tiembla

El padre Emilio, un hombre que había oficiado demasiados funerales solitarios últimamente, sintió el nudo habitual apretándose en su estómago. Ajustó sus gafas de montura metálica, empañadas por la llovizna, y miró a la niña.

Odiaba este momento más que los elogios fúnebres, más que los entierros. Odiaba lo que venía después para los que no eran queridos.

“Lucía”, dijo el sacerdote con suavidad.

La niña no se movió. Sostenía un papel en la mano, empapado por la lluvia, con los colores corridos, pero aún se distinguía el dibujo hecho con ceras. Dos figuras. Una grande, otra pequeña. Un sol amarillo que sonreía.

“Lucía, cariño”, intentó de nuevo, acercándose, sus botas negras hundiéndose en el barro. “El funeral ha terminado. Tenemos que irnos. No puedes quedarte aquí”.

Lucía alzó la vista. Sus ojos estaban enrojecidos, vaciados por un dolor demasiado grande para su cuerpo menudo. Tenía la cara manchada de tierra donde había secado las lágrimas.

“No puedo dejarla”, susurró con voz ronca. “Le da miedo la oscuridad, padre. Me lo dijo una vez. Odia la oscuridad. Tengo que esperar hasta que se duerma”.

El corazón del sacerdote se partió en dos. Miró al director de la funeraria, un hombre alto y delgado que consultaba su reloj junto al coche fúnebre. El director negó con la cabeza, apenado. Señaló su muñeca. Era hora de irse.

Luego hizo el gesto. La mano en la oreja. La llamada.

El padre Emilio sabía lo que significaba. No había familiares. Nadie. María no había puesto contactos de emergencia en los formularios del hospital. El casero ya había cambiado la cerradura de su piso.

El siguiente paso era obligatorio. Burocrático. Cruel.

Tenía que llamar a Servicios Sociales.

Tenía que entregar a esta niña de seis años al sistema. Conocía el procedimiento. Una trabajadora social llegaría en un coche beige. Le quitarían la mochila rosa. La llevarían a una casa de acogida, probablemente abarrotada, probablemente temporal. Sería un número en un expediente, perdida en el mismo sistema que había fallado a su madre.

“Lucía”, dijo el sacerdote, con la voz temblorosa. Sacó el móvil del bolsillo. “Voy a llamar a unas personas que te ayudarán. ¿Vale? Tienen un sitio calentito donde dormir”.

“No”, dijo Lucía. Se puso de pie, con el pánico asomando en sus ojos. Retrocedió hacia la lápida, interponiéndose entre el sacerdote y la tumba de su madre. “Mamá dijo que vendrían sus amigos. Lo prometió. Dijo que tenía amigos”.

El padre Emilio suspiró, pasándose una mano por la cara. “Cariño, no va a venir nadie. Ha pasado una hora. Solo estamos nosotros”.

Marcó el número. 900…

Estaba a punto de pulsar la tecla de llamada cuando lo sintió.

Al principio, pensó que era un camión pasando demasiado cerca de la autovía. Una vibración sorda bajo sus pies.

Pum-pum. Pum-pum.

Pero luego el agua de un charco junto a la tumba empezó a rizarse. Círculos que se expandían.

La vibración creció. No era el traqueteo caótico de un camión. Era un rugido sincronizado, gutural. Cada vez más fuerte.

El director de la funeraria dejó de mirar el reloj. Alzó la vista, con los ojos muy abiertos, escudriñando el horizonte gris hacia la entrada del cementerio.

“¿Es… un trueno?”, preguntó, con la voz tensa.

“No”, susurró el padre Emilio, bajando el móvil, la pantalla aún iluminada con la llamada sin hacer. “Eso no es un trueno”.

El sonido estalló en el cementerio. Era el rugido de motores. Grandes, potentes. No uno o dos. Docenas.

La tierra tembló de verdad. Los vitrales de la capilla vibraron en sus marcos. Los pájaros salieron volando asustados de los árboles.

Doblaron la curva de los cipreses, y aparecieron.

Parecía una invasión. Una marea negra de acero y cromo avanzando con precisión militar.

A la cabeza iba una moto enorme, completamente negra, pilotada por un hombre que parecía capaz de levantar el coche fúnebre con una mano. Detrás, en formación perfecta, venían ochenta hombres.

Llevaban chalecosLa pequeña Lucía montó esa noche en la moto del gigante, rodeada por los ochenta ángeles guardianes que su madre le había enviado desde el otro lado, y supo por primera vez desde que el mundo se había derrumbado que jamás volvería a estar sola.

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