**Capítulo 1: El Silencio del Lobo**
Te acostumbras al silencio.
Eso es lo primero que no te dicen cuando te unes al club. Te hablan de la hermandad, de la carretera abierta, del respeto y del peligro. Pero no te hablan del silencio. Es un tipo de quietud muy concreto—el que chupa el aire de una habitación en cuanto tus botas cruzan la puerta.
Estaba sentado en una mesa del Bar Manolo, en un tramo polvoriento de la N-340, cerca de Almería. Uno de esos sitios que huelen a café viejo, aceite de freír y lejía. Un relicario de una España que se desvanecía poco a poco, con la pintura descascarillada y el neón parpadeante.
Yo ocupaba mucho espacio. Mido uno noventa y peso ciento cuarenta kilos, con una barba que grita “aléjate” al noventa y nueve por ciento de la gente. Mis parches los gané con sangre y kilómetros, y el cuero de mi chaleco está gastado por el viento y la lluvia.
Cuando entré, las conversaciones no se apagaron—murieron.
La pareja en la esquina soltó sus manos, mirando rápido hacia los platos.
El camionero en la barra dejó de masticar sus huevos, llevando la mano al bolsillo por instinto.
La camarera, una mujer dulce llamada Lola que ya lo ha visto todo, solo me hizo un gesto con la cabeza. Sabe que dejo buena propina. Sabe que no voy a montar un escándalo. Solo voy por el cocido y un poco de paz.
Pero para los demás? Soy una estadística. Una amenaza. Un delito andante esperando a pasar.
Miraba mi café solo, viendo cómo el vapor se enroscaba, intentando ignorar las miradas que me taladraban la nuca. A veces, esta vida es solitaria. Construyes un muro de cuero y ruido para mantener el mundo fuera, pero en los momentos de silencio, te preguntas si no te habrás encerrado tú mismo.
Entonces, sonó el timbre de la puerta.
El ambiente no cambió—se hizo añicos.
No era un policía. No era un rival buscando desmadre.
Era una niña.
No tendría más de seis años. Llevaba un vestido rosa gastado, manchado de tierra y algo que parecía zumo de uva—o tal vez sangre seca. Sus zapatillas estaban desgastadas hasta la suela, los cordones anudados en tres sitios distintos.
Su pelo era un enredo de rizos rubios que no habían visto un cepillo en una semana.
El bar se quedó mudo. Hasta el zumbido de la nevera pareció pararse.
Se quedó en la puerta, escaneando la sala. Sus ojos eran grandes, azules y aterrorizados. Parecía un ciervo atrapado en los faros de un camión, temblando con una energía demasiado grande para su cuerpecito.
Miró al camionero. Miró a la pareja.
Luego, clavó sus ojos en mí.
Se me heló la sangre.
Normalmente, los niños se esconden tras las piernas de sus madres cuando me ven. Lloran. Señalan. Preguntan por qué el hombre parece un oso.
Esta niña no se escondió.
Respiró hondo, sacudiéndose toda, y echó los hombros hacia atrás.
Y empezó a caminar.
Cruzó el suelo de baldosas a cuadros, pasando por la pareja aterrorizada, pasando por Lola, paralizada.
“Cariño, no molestes al señor”, susurró Lola, con la voz temblorosa. “Ven aquí, que te pongo un Cola Cao”.
La niña la ignoró. Ni parpadeó.
Se plantó frente a mi mesa. Su nariz apenas llegaba al borde del formica.
Dejé de respirar. No me moví. No quería asustarla, pero sabía que mi simple existencia ya solía ser suficiente. Dejé las manos visibles, las palmas sobre la mesa.
Me miró un segundo largo, evaluándome. Luego, metió su manita sucia en el bolsillo y sacó un puñado de monedas. Las dejó caer sobre la mesa, junto a mi trozo de tarta de queso.
Sonaron fuerte en el silencio. Como un disparo en una biblioteca.
Un billete de cinco euros arrugado. Dos monedas de cincuenta céntimos. Un centimo brillante.
**Capítulo 2: El Contrato**
Me miró fijamente. Su labio inferior temblaba, pero su mirada era de acero. Había fuego ahí, enterrado bajo capas de miedo.
“¿Eres de los Ángeles del Infierno?”, preguntó. Su voz era aguda, frágil, quebrada.
Dejé la taza despacio, controlando cada movimiento.
“Voy con un club”, gruñí. Mi voz sonaba a grava, incluso cuando intentaba suavizarla. “¿Por qué lo preguntas, pequeña?”
“Mi papá…”, hizo una pausa, limpiándose la nariz con el dorso de la mano, dejando una mancha en su mejilla. “Mi papá de verdad dijo que vosotros son monstruos. Dijo que todos os tienen miedo. Dijo que hacéis daño a la gente.”
El juicio en el ambiente era tan espeso que podías cortarlo. Sentía las miradas de los otros clientes quemándome, esperando que estallara, que el monstruo saliera. Esperaban que la gritara, que la echara.
“¿Qué quieres, niña?”, pregunté, más suave esta vez. Me incliné un poco, intentando achicar la distancia entre su mundo y el mío.
Empujó el dinero arrugado hacia mí con un dedo.
“Quiero contratarte.”
Parpadeé. Bajo la barba, se me cayó un poco la mandíbula. Me han ofrecido dinero por muchas cosas—seguridad, transporte, intimidación. Pero nunca una niña de seis años.
“¿Contratarte?”
“Cinco euros y cincuenta y un céntimos”, susurró. Las lágrimas le rodaban por las mejillas, dejando líneas limpias en la suciedad. “Para que me acompañes a casa.”
Miré el dinero. Probablemente todos sus ahorros. El céntimo estaba pulido, como si lo hubiera frotado para la suerte.
“¿Por qué necesitas que te acompañe?”, pregunté, con un nudo en el estómago. “¿Dónde está tu madre?”
“Mamá está en casa”, dijo, ahogándose. “Pero… el hombre malo también está ahí.”
El aire en la mesa bajó diez grados. El bar de pronto se sentía claustrofóbico.
“¿Quién?”, pregunté. La palabra salió como un gruñido. No pude evitarlo.
“Mi padrastro”, lloró, perdiendo la compostura. “Está rompiendo cosas otra vez. Tiró la tele. Mamá está llorando en el suelo y no se levanta. Y yo… no puedo pararlo.”
Me miró, suplicante. Sus manos temblaban.
“Necesito un monstruo”, sollozó. “Necesito un monstruo que lo asuste. Por favor. Le está haciendo daño. Dijo que la iba a matar.”
El silencio en el bar era ensordecedor. Pero ahora, no era miedo dirigido a mí. Era horror. Era la comprensión colectiva de que el mal no estaba sentado en la mesa llevando cuero—el mal estaba calle abajo, en una casa que debería ser segura.
Miré el billete de cinco arrugado.
Miré el céntimo.
Luego, miré sus moretones. No los había visto al principio, escondidos bajo la suciedad. Una sombra oscura en su mandíbula. Marcas de dedos en su bracito.
Mi corazón golpeaba las costillas, no de miedo, sino de una rabia tan caliente que casi me ciega. Era la rabia de siempre. La que me hizo alistarme en la Legión. La que me hizo montar en moto.
Me levanté.
La silla chirrió contra el sueloLa niña apretó mi mano, su carita iluminada por la última luz del atardecer, mientras la carretera nos esperaba llena de motores rugiendo y corazones latiendo al unísono, porque a veces los ángeles llevan chalecos de cuero y las batallas más importantes no se pelean con puños, sino con el simple acto de no mirar hacia otro lado.