Una niña llamó a la policía porque sus padres no despertaban, y lo que encontraron en la casa dejó a todos sin palabras

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Era plena noche en la ciudad de Alcalá de los Reyes. Dentro de la comisaría iluminada por luces tenues, el sargento Marcos Herrera permanecía solo tras el mostrador, luchando por mantenerse despierto. La luz fluorescente sobre su cabeza zumbaba suavemente, y el único sonido era el leve runrún de un ordenador antiguo. Alzó la vista hacia el reloj de pared. Las agujas marcaban casi las tres. Siempre era la hora más difícil, cuando el silencio parecía pesar más de lo habitual, como si el mundo entero hubiera dejado de respirar.

Marcos se frotó los ojos y suspiró. Ni una sola llamada había entrado desde que empezó su turno. Se reclinó en la silla, dudando si servirse otra taza de café frío. Fue entonces cuando sonó el teléfono, su timbre agudo cortando la quietud como un cuchillo.

Descolgó el auricular de forma automática. *”Comisaría de Alcalá de los Reyes, al habla el sargento Herrera. ¿En qué puedo ayudarle?”*

Durante un momento, solo escuchó el leve crujido de la línea. Luego, una vocecita frágil, temblorosa y vacilante. *”¿Hola?”*

Marcos frunció el ceño. Era una niña, de no más de seis o siete años. Su tono se suavizó al instante. *”Hola, cariño. ¿Por qué llamas a la policía a esta hora? ¿Dónde están tus padres?”*

Hubo una pausa, y luego la niña susurró: *”Están en el dormitorio.”*

*”¿Puedes pasarle el teléfono a tu mamá o tu papá?”*, preguntó Marcos con delicadeza.

Un largo silencio siguió. Finalmente, la niña habló de nuevo, aún más baja. *”No puedo.”*

Marcos se irguió en la silla, sintiendo un escalofrío en el pecho. *”Cuéntame qué ha pasado. Solo llamas si algo importante ocurre, ¿verdad?”*

*”Es importante”*, dijo ella, y se notaba que luchaba por no llorar. *”Fui a despertarlos, pero no se mueven. No me contestan.”*

El sueño que enturbiaba la mente de Marcos desapareció en un instante. Su instinto le gritaba que aquello no era una llamada cualquiera.

Mantuvo la calma por ella. *”A lo mejor están durmiendo muy profundamente. Es muy tarde, ¿sabes?”*

*”No”*, susurró la niña. *”Les he sacudido. Siempre se despiertan cuando entro… pero esta vez no.”*

Marcos tapó el micrófono con la mano y le hizo una señal al agente Lozano, que dormitaba en un rincón, para que preparara el coche patrulla. Luego volvió al teléfono. *”¿Hay algún adulto más contigo? ¿Abuelos, o una canguro?”*

*”No. Solo estamos ellos y yo”*, respondió.

*”Vale. Necesito que me digas tu dirección para ir a comprobar qué pasa.”*

La niña la recitó con torpeza, equivocándose en los números. Marcos la anotó rápido, reconociendo el barrio: una hilera de casas antiguas cerca de las afueras. *”Has hecho muy bien en llamar. Ahora escucha con atención. Quédate en tu habitación hasta que lleguemos. No salgas de ahí, ¿entendido?”*

*”Sí”*, murmuró.

Diez minutos después, el coche patrulla se detuvo frente a una modesta casa de dos plantas con la pintura blanca descascarillada. Una bombilla iluminaba débilmente la entrada. Para sorpresa de Marcos, la puerta se abrió antes de que llamaran. Una niñita en camisón los esperaba, los ojos desorbitados por el miedo.

*”Están arriba”*, dijo simplemente, señalando hacia el pasillo.

Marcos y Lozano se miraron rápidamente y la siguieron. Cuando entraron en el dormitorio principal, un frío les recorrió la espalda. Un hombre y una mujer yacían juntos en la cama. Sus rostros estaban pálidos, inmóviles. Sin señales de lucha, sin heridas visibles, solo un silencio inquietante.

*”Dios mío”*, masculló Lozano.

Marcos pidió una ambulancia y el equipo forense por radio. La escena era sobrecogedora, pero no parecía un crimen. Algo más iba mal.

Cuando llegó el equipo de emergencias, descubrieron la causa rápidamente. Una fuga de gas del antiguo sistema de calefacción había inundado la casa en silencio durante la noche. Los padres nunca despertaron, asfixiados en su sueño.

La supervivencia de la niña fue un milagro. Su habitación, en la segunda planta, estaba algo más alejada de la concentración de gas. Además, tenía la costumbre de dejar la ventana entreabierta. Ese pequeño flujo de aire fresco le había salvado la vida, aunque los médicos confirmaron que había inhalado suficientes vapores como para enfermar gravemente. La llevaron al hospital, pero se estabilizó en horas.

Marcos volvió una y otra vez a la llamada en los días siguientes. Si la hubiera tomado por una broma, o hubiera pensado que era el miedo de una niña imaginativa, ella no habría vivido para ver el amanecer. Su decisión de escuchar, de tomar sus palabras en serio, le había dado una oportunidad.

En la quietud después de cerrar el caso, Marcos recordaba una y otra vez su voz al teléfono. Frágil, temblorosa, pero lo suficientemente valiente para pedir ayuda en la oscuridad. Y porque lo hizo, y porque alguien respondió, la esperanza permaneció donde la tragedia estuvo a punto de ganar.

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