Una triste madre soltera estaba sentada sola en una boda, objeto de las burlas de todos, cuando un poderoso empresario se acercó a ella y le dijo: “Finge ser mi mujer y baila conmigo”…
Las risas a su alrededor sonaban más fuertes que la música.
Lucía estaba sentada en el rincón más apartado del salón, con las manos entrelazadas en el regazo, los clavados en la copa de cava que no había tocado. Su vestido floreado —prestado, algo ajado— apenas disimulaba el cansancio en su mirada. Al otro lado, las parejas bailaban con elegancia bajo las lámparas de cristal, mientras los murmullos rondaban su mesa como alimañas.
—Es la soltera con hijo, ¿no? —comentó una dama de honor con desdén.
—Su marido la dejó plantada. Qué pena da —se rio otra.
Lucía apretó los dientes. Se había prometido no llorar, no hoy, no en la boda de su prima. Pero al ver el baile del padre con la novia, algo se le rompió por dentro. Pensó en su pequeño, Mateo, durmiendo en casa con la abuela. En todas las noches que había fingido estar bien.
Entonces, una voz grave resonó a su espalda: —Baila conmigo.
Al volverse, encontró a un hombre de traje negro impecable. Espalda ancha, ojos oscuros, una presencia que acalló la sala. Lo reconoció al instante: Javier Mendoza, un empresario de Madrid del que se rumoreaba algo más… algo oscuro.
—Pero si ni siquiera nos conocemos —murmuró ella.
—Pues finjamos —respondió él, tendiéndole la mano—. Finge que eres mi mujer. Solo un baile.
El murmullo cesó cuando ella se levantó, temblorosa, y sus dedos se entrelazaron con los suyos. Un cuchicheo recorrió el salón mientras Javier la llevaba al centro de la pista. La orquesta cambió a un vals lento y melancólico.
Al bailar, Lucía notó algo extraño: las burlas habían cesado. Nadie se atrevía a hablar. Por primera vez en años, no se sintió invisible. Se sintió… protegida.
Y cuando Javier se inclinó, su voz casi un susurro, escuchó palabras que lo cambiarían todo:
—No mires atrás. Solo sonríe.
La música terminó, pero el silencio persistió. Todos los ojos estaban clavados en ellos: el hombre misterioso y la madre soltera que de pronto parecía una dama. La mano de Javier descansaba en su cintura, pero su mirada recorría la sala con frialdad.
Al salir de la pista, él murmuró: —Lo has hecho bien.
Lucía parpadeó. —¿Qué ha pasado?
—Digamos —esbozó él una media sonrisa— que necesitaba un distracción.
Se sentaron en una mesa apartada, con el corazón de ella aún acelerado. Él le sirvió una copa, cada movimiento calculado. —Esos no volverán a molestarte —dijo, observando a los curiosos—. La gente teme lo que no entiende.
Ella lo estudió: su mandíbula marcada, la cicatriz casi imperceptible en la sien, esa mezcla de peligro y calma. —No tenías por qué ayudarme.
—No lo hice por ti —susurró él—. Alguien aquí quería humillarme. Les has dado un aviso.
Lucía frunció el ceño. —¿O sea que fui tu tapadera?
—Quizá —admitió él. Luego, su expresión se suavizó—. Pero no esperaba que me miraras así. Como si fuera… una persona.
Antes de que pudiera responder, dos hombres de traje se acercaron, hablando en voz baja. El rostro de Javier se tensó. Se levantó de golpe. —Quédate aquí —ordenó.
Pero Lucía no pudo resistirse. Lo siguió hasta la entrada, sus tacones repiqueteando sobre el mármol.
Junto al aparcamiento, vio a Javier hablando con otro hombre, uno que ocultaba algo bajo la chaqueta. Las palabras eran cortantes. El desconocido se alejó en un coche, y Javier giró hacia ella.
—No deberías haber visto eso —dijo, acercándose.
—No era mi intención… —Eres valiente —la interrumpió—. O imprudente.
Sus ojos la atraparon. —Ahora que me has visto, no puedes simplemente desaparecer, Lucía.
La brisa olía a azahar y peligro.
Por primera vez, Lucía comprendió que se había metido en algo más grande que ella.
Dos días después, Javier apareció en la puerta de su modesto piso. Mateo jugaba en el suelo con coches de juguete cuando preguntó: —Mamá, ¿es tu amigo de la boda?
Javier esbozó una sonrisa. —Algo así.
Ella se quedó quieta, dudando si dejarlo pasar. —No deberías estar aquí.
—Lo sé —dijo él, avanzando—. Pero no me gusta dejar cabos sueltos.
Miró el papel pintado descorchado, los muebles de segunda mano, la firmeza en sus ojos. —Llevas mucho tiempo luchando sola —murmuró—. Ya no hace falta.
Lucía se cruzó de brazos. —Ni siquiera me conoces.
—Sé lo que es ser el monstruo del cuento —respondió Javier en voz baja.
El silencio llenó la estancia. Mateo se asomó desde el sofá, mostrando un coche de juguete. Javier se agachó. —Bonito modelo —dijo. El niño sonrió, una sonrisa pura que le robó el corazón a Lucía.
Las semanas pasaron, y Javier empezó a aparecer más a menudo. A veces con la compra, otras arreglando el grifo que goteaba. Y a veces, simplemente sentado en silencio mientras Lucía le contaba cuentos a Mateo antes de dormir.
Los rumores seguían (dinero, poder, sombras), pero nada importaba cuando él ayudaba a Mateo con los deberes en la cocina. No era el hombre del que hablaban. Era solo… Javier.
Una noche de lluvia torrencial, Lucía finalmente preguntó: —¿Por qué yo?
Él la miró con intensidad. —Porque cuando todos apartaban la vista, tú me miraste.
Ella no sabía si podría confiar del todo en él. Pero por primera vez en años, no tenía miedo. La mujer de la que antes se reían había encontrado su fuerza, no en un cuento de hadas, sino en algo real, imperfecto y vivo.
Junto a la ventana, con la lluvia golpeando los cristales, Javier susurró: —Quizá fingir no fue tan mala idea.
Lucía sonrió. —Quizá no.
¿Qué harías si un hombre como Javier te pidiera que fingieras ser su mujer por una noche? ¿Aceptarías… o huirías? Cuéntame en los comentarios, me encantaría saber qué harías.