Una joven se enamora de un hombre mayor y al presentarlo a su familia, su madre lo reconoce al instante: él era…

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Me llamo Lucía, tengo veinte años y soy estudiante de último año de bellas artes. Mis amigas siempre dicen que tengo una seriedad que no corresponde a mi edad, quizás porque crecí sola con mi madre, una mujer fuerte e indomable como el viento de la meseta. Mi padre murió joven, y ella nunca volvió a enamorarse; trabajó día y noche, con manos callosas y sueños rotos, para darme una vida mejor.

Durante un voluntariado en Salamanca, conocí a Javier, el coordinador del proyecto. Era veinte años mayor que yo, de voz pausada y ojos que escondían historias. Al principio, solo era un compañero más, pero poco a poco, cada palabra suya comenzó a encender algo en mí.

Javier había vivido lo suyo: un trabajo estable, un divorcio, pero ningún hijo. Rara vez hablaba del pasado, solo soltaba frases como:
—Perdí lo que más amaba. Ahora solo aspiro a vivir con dignidad.

Nuestro amor brotó sin estridencias, como el agua de un manantial. Me trataba con delicadeza, como si temiera romperme. Las miradas ajenas no me importaban: “¿Qué ve una chiquilla en un hombre tan mayor?”, murmuraban. Pero con él, el mundo parecía más tranquilo.

Un atardecer, Javier me tomó las manos y dijo:
—Quiero conocer a tu madre. No quiero secretos.

Mi garganta se contrajo. Mi madre era dura como la piedra, desconfiada como un lobo. Pero si esto era amor de verdad, ¿por qué temer?

Llegó el día. Javier vistió una camisa blanca y llevaba un ramo de claveles—las flores favoritas de mi madre, como le había contado. Cruzamos el umbral de nuestra vieja casa en Aranda de Duero. Ella regaba los geranios en el patio. Al vernos, la regadera cayó al suelo con un golpe seco.

Quedó inmóvil. Antes de que yo pudiera hablar, corrió hacia él y lo abrazó con una fuerza que parecía de otra vida. Lloraba como si el tiempo se hubiera detenido.

—¡Dios santo…! ¡Es él! —gritó—. ¡Javier!

El aire se hizo espeso. Yo estaba petrificada, sin entender. Mi madre no soltaba su abrazo, temblaba como una hoja. Javier palideció, sus ojos buscaban algo en el vacío.

—¿Eres… Marisol? —murmuró, con la voz quebrada.

Ella asintió, ahogada en llanto:
—¡Sí! ¡Después de más de veinte años…!

Mi pecho ardía.
—Mamá… ¿conoces a Javier?

Se miraron. El silencio pesaba como plomo. Finalmente, mi madre se secó las lágrimas y habló:
—Lucía… debo contarte algo. Hace mucho, amé a un hombre llamado Javier… y él está aquí.

La habitación se volvió un abismo. Él parecía al borde del desmayo. Ella continuó, con un hilo de voz:
—Cuando estudiaba en la escuela de arte, él acababa de graduarse. Éramos felices, pero mis padres lo rechazaron—decían que no tenía porvenir. Un día… hubo un accidente. Lo di por muerto.

Javier cerró los ojos, como si luchara contra un fantasma:
—Nunca te olvidé, Marisol. Desperté en un hospital lejos de aquí. Cuando regresé, supe que tenías una hija… y no me atreví a buscarte.

Sentí que el suelo cedía bajo mis pies.
—Entonces… yo soy… —balbuceé.

Mi madre me miró, deshecha:
—Lucía… Javier es tu padre.

El silencio era un muro. Solo se escuchaba el crujir de los cipreses en el jardín. Él retrocedió, como si le hubieran clavado un puñal.

—No… no es posible… —tartamudeó—. Yo no sabía…

El vacío me devoraba. El hombre que amaba… era mi padre.

Mi madre me envolvió en sus brazos:
—Perdóname… nunca imaginé que…

No pude hablar. Solo lloré, con un dolor que sabía a sal y a hierro.

Esa noche, los tres nos quedamos hasta que las estrellas palidecieron. Ya no era la presentación de un novio, sino el reencuentro de tres almas que el destino había separado.

Y yo, entre el asombro de encontrar a mi padre y la agonía de perder al amor de mi vida, solo pude callar, dejando que las lágrimas borraran todo.

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