**Diario personal**
Hoy ha sido un día que nunca olvidaré. Todo comenzó cuando un Mercedes negro se detuvo frente a mi humilde casa en un barrio de Madrid. Las paredes desconchadas, las ventanas oxidadas y el jardín descuidado contrastaban con ese coche de lujo. De él bajó un hombre joven, vestido con traje impecable, llevando una carpeta de piel y un sobre abultado. Sus manos temblaban al tocar el timbre.
Cuando abrí la puerta, me encontré con unos ojos que me miraban con una emoción indescriptible. “¿Señora Carmen López?”, preguntó. Asentí, confundida. “Vengo a saldar una deuda… de hace 17 años,” dijo, entregándome el sobre. Intenté rechazarlo, pero insistió: “Usted me salvó la vida cuando tenía solo ocho años.”
Me costó recordar. Tantos rostros han pasado por mi vida… pero todo volvió a mi mente cuando me habló de aquella noche de invierno en el restaurante donde trabajaba. Dos niños, Javier y Lucía, aparecieron bajo la lluvia, hambrientos y asustados. Mi jefe quería echarlos, pero yo les di de comer a escondidas. Perdí mi trabajo por ello, pero no me arrepentí.
Aquellos niños vivieron conmigo un tiempo antes de que una familia pudiera adoptarlos. Ahora, Javier, convertido en un exitoso ingeniero, me contó cómo aquel gesto cambió su vida. Junto a su hermana, crearon una fundación para ayudar a mujeres como yo, que acogen a niños sin hogar. Lo más emocionante fue cuando me mostró los planos del “Centro Carmen López”, un lugar donde madres trabajadoras y niños vulnerables encontrarán refugio y oportunidades.
Todo porque, hace años, elegí darles de comer en una noche fría. Hoy entendí que la bondad no se pierde: se multiplica. Y aunque nunca imaginé que ese acto tendría tanto significado, hoy sé que valió la pena.