Una anciana despide a su cuidadora y contrata a un motero tatuado

5 min de leitura

La señora de 87 años despidió a su enfermera a domicilio y contrató a un motero tatuado en su lugar, y su familia amenazó con declararla incapacitada.

Yo soy su vecina y lo vi todo desde la ventana de mi piso al otro lado del pasillo. Lo que sus hijos no sabían, lo que nadie sabía excepto yo, era por qué lo hizo.

Se llama Carmen Ruiz. Carmen ha vivido en el piso 4B durante cuarenta y tres años. Su marido murió en 2003. Sus tres hijos viven en distintas provincias y la visitan quizá dos veces al año.

Tiene párkinson avanzado, osteoporosis y una soledad que te hace doler hasta los huesos.

Yo me mudé frente a ella hace dos años. Soy periodista, trabajo desde casa, y empecé a fijarme en cosas. La agencia de cuidados a domicilio le mandaba enfermeras distintas cada pocas semanas.

Carmen intentaba hablar con ellas, hacerse amiga, pero solo hacían su trabajo y se iban. Le daban de comer. La bañaban. Le administraban la medicación. Luego desaparecían.

Empezó a dejar la puerta entreabierta durante el día. Solo un poco. Lo suficiente para oír a alguien en el pasillo. Para no sentirse completamente sola. Yo le saludaba al pasar.

A veces me paraba a charlar. Me hablaba de su difunto marido Javier, un veterano de la guerra. De sus hijos, “demasiado ocupados”. De cómo antes viajaba por el mundo y ahora no podía llegar sola al buzón.

El motero apareció un martes de enero. Oí abrirse la puerta de Carmen y miré por la mirilla. Allí estaba él. Un tipo de 1,90, lleno de tatuajes, barba hasta el pecho, chaleco de cuero con parches. Llevaba bolsas de la compra.

Mi primer pensamiento fue que estaban robando a Carmen. Abrí la puerta. “Disculpe, ¿puedo ayudarle?” Se giró y sonrió. Una sonrisa que le cambió la cara por completo. “Solo estoy ayudando a Doña Carmen con la compra. Ella me llamó.”

La voz de Carmen salió del interior. “Juan, ¿eres tú? Pasa, pasa. Y trae a mi vecina cotilla también.”

Entré detrás de él, suspicaz. Carmen estaba sentada en su sillón, radiante. Realmente radiante. No la había visto sonreír así en meses.

“Este es Juan”, dijo orgullosa. “Es mi nuevo ayudante. Ayer despedí a la agencia.” Juan dejó la compra y empezó a guardarla. Sabía exactamente dónde iba todo.

“A la señora Carmen le gustan las galletas en la segunda balda”, dijo. “Y las bolsitas de té en la lata junto al fogón.”

Miré a Carmen. “¿Has despedido a la agencia? ¿Lo sabe tu familia?” Su sonrisa se apagó un poco. “Mi familia no tiene que saber todo lo que hago. Aún no estoy muerta, por mucho que se empeñen en planear mi funeral.”

Juan terminó con la compra y se sentó en el sofá. Ese hombre enorme, intimidante, se sentó con una delicadeza impresionante. “Doña Carmen, tiene que tomar las pastillas de las doce. ¿Quiere que se las prepare?”

“Por favor, cariño.” Fue a la cocina. Volvió con un pastillero y un vaso de agua. Se lo entregó con tanta ternura. Ella tomó las pastillas y le dio una palmadita en la mano. “Gracias, corazón.”

Tenía que saberlo. “¿Cómo os conocisteis?” Los ojos de Carmen brillaron. “Intentó robarme el bolso.” Se me cayó la mandíbula. Juan se rió. “No fue exactamente así, Doña Carmen.”

“Parecido”, dijo ella. “Cuéntaselo.” Y Juan me lo contó. Hacía tres semanas, iba en su moto por nuestro barrio. Vio a Carmen sentada en el banco frente al edificio. Había bajado sola pero no podía volver a subir. El ascensor estaba fallando.

“Estaba ahí sentada”, dijo Juan. “Con cinco grados. Sin abrigo. Paré y le pregunté si necesitaba ayuda. Dijo que sí, pero que no tenía dinero para pagarme.” Sonrió. “Así que la cargué y subí cuatro pisos a pie.”

Carmen le interrumpió. “Y cuando llegamos a mi piso, intenté darle el bolso. Pensé que era lo que quería. El hombre que me subió a cuestas. Supuse que lo hacía por dinero.” Su voz se quebró. “Eso he aprendido. Todo el mundo quiere algo.”

Juan continuó. “Le dije que no quería dinero. Me preguntó por qué la ayudaba entonces. Le dije que porque lo necesitaba y yo estaba ahí.” Hizo una pausa. “Se echó a llorar. Dijo que nadie había hecho algo por ella sin querer pago o reconocimiento en diez años.”

“Le invité a tomar un té”, dijo Carmen. “Y aceptó. Estuvo dos horas. Hablamos de todo. Su club de motos. Su trabajo como carpintero. Su hija. Mi marido. Mi vida. Una conversación de verdad. Como no tenía desde que murió Javier.”

“Cuando me fui, me pidió que volviera”, dijo Juan. “Y lo hice. Al día siguiente. Y al otro. Tras una semana, despidió a su enfermera y me preguntó si yo podía ayudarla.”

Estaba alucinada. “Pero la agencia, son profesionales. Están formados.” Carmen puso cara de pocos amigos. “Son extraños que entran en mi casa, me tratan como una tarea de su lista y se van. Juan me trata como una persona.”

“No lo hago por dinero”, añadió Juan rápidamente. “Doña Carmen insiste en pagarme, pero no es por eso que vengo. Vengo porque me recuerda a mi abuela. Murió sola en una residencia cuando yo estaba destinado en Afganistán. No pude despedirme.” Se le quebró la voz. “Prometí que no dejaría que otra abuela estuviera sola si podía evitarlo.”

Las siguientes semanas vi cómo se establecía su rutina. Juan venía cada mañana a las 9. La ayudaba a ducharse y vestirse. Le preparaba el desayuno. Se pasaban horas hablando. De la vida. De las pérdidas. De todo y de nada.

La llevaba a pasear cuando hacía buen tiempo. Literalmente la llevaba. La subía a una silla de ruedas que compró con su dinero y la empujaba por el barrio. Al parque. A la biblioHoy, cuando paso por su puerta, aún entreabierta, escucho las risas de Carmen y los moteros que la cuentan chistes mientras Juan le prepara el té justo como a ella le gusta, y pienso que la vida, a veces, te sorprende con ángeles vestidos de cuero y tatuajes.

Leave a Comment