Un soldado regresa tras dos años… y descubre que su esposa abandonó a su hijo para casarse con otro

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Tras 730 largos y duros días en el campo de batalla, Álvaro Mendoza regresó a casa con el corazón lleno de esperanza e ilusión. Soñaba con reencontrarse con su querida hija, Lucía, y abrazar a su esposa, Carmen. Pero al empujar la oxidada verja azul de la que fuera su amado hogar, la realidad que lo recibió fue una pesadilla para la que jamás habría podido prepararse.

El jardín, antes rebosante de vida y risas, estaba infestado de maleza, y su niña, abandonada como un trasto viejo, se encogía en un rincón. Carmen, vestida con un reluciente traje de novia, lucía feliz junto a otro hombre, con una alegría que debería haber pertenecido a su familia. La vista le partió el alma en mil pedazos, cada uno resonando con el dolor de la traición.

Al avanzar, el gentío reunido enmudeció, sus ojos desorbitados por el asombro. Las manos de Álvaro, aún marcadas por los callos de la guerra, se cerraron en puños mientras intentaba comprender lo que veía. La casa, que antes fuera su refugio, ahora parecía una cárcel de recuerdos de la que no podía escapar.

Con cada paso hacia el porche, recordaba las risas que antaño llenaban aquellas paredes, los cuentos antes de dormir y el calor de su familia. Pero ahora, las ventanas estaban cerradas y las cortinas corridas, como una barrera entre la vida que conocía y la cruda realidad que enfrentaba. Llamó a la puerta, pero nadie respondió. El silencio era ensordecedor, un cruel recordatorio de todo lo que había sacrificado.

Volvió hacia la vecina, una joven llamada Penélope, quien alquilaba la casa de al lado. Sus ojos reflejaban sorpresa y lástima al reconocerlo. —¿Álvaro? ¿Eres tú? —preguntó dubitativa. —¿Dónde está Carmen? —exigió él, con la voz rasposa y grave. La expresión de Penélope cambió, y se mordió el labio, mirando alrededor como si temiera decir la verdad. —Se fue… hace como año y medio —reconoció al fin—. Dejó a Lucía con su hermana, dijo que volvería, pero nadie la volvió a ver.

El corazón de Álvaro se hundió. ¿Cómo había podido Carmen abandonar a su hija? Su mente se inundó de preguntas, cada una más dolorosa que la anterior. —¿Por qué se fue? —susurró, apenas audible. Penélope negó con la cabeza, inquieta. —No lo sé. Unos decían que estaba deprimida, otros que tenía problemas. Pero nunca habló con nadie.

El viento frío barría el jardín, llevando consigo el aroma salado del mar cercano. Álvaro sintió el peso de la desesperación, pero no podía dejarse vencer. Tenía que encontrar a Lucía. Ella lo necesitaba más que nunca.

Con la ayuda de Penélope, descubrió que la hermana de Carmen, Clara, vivía cerca. Se dirigió rápidamente hacia el viejo edificio de apartamentos, el corazón acelerado entre la esperanza y el temor. Al llegar, llamó, pero la oscuridad dentro era palpable. Empujó la puerta y entró en un mundo extraño y deshecho.

El interior era un caos: envoltorios de snacks por el suelo, latas de cerveza vacías sobre la mesa y una televisión encendida sin imagen. Al escudriñar la habitación, le dolía pensar que Lucía viviera en semejantes condiciones. Y entonces la vio: acurrucada bajo la mesa del comedor, abrazando un osito de peluche desgastado, con los ojos muy abiertos y fijos.

—Lucía —llamó suavemente, arrodillándose. No respondió al principio, solo lo miró con una mezcla de confusión y anhelo. —¿Papá? —susurró, apenas audible—. ¿Has vuelto por mí?

—Sí, cariño, estoy aquí —respondió él, con la garganta apretada por la emoción. Abrió los brazos, y ella se arrastró hacia su abrazo, como si fuera su salvación. En ese instante, todo lo demás desapareció: el caos, la traición, el dolor. Solo estaban él y su niña, reunidos al fin tras dos largos años.

Pero mientras la abrazaba, la realidad de su situación lo alcanzó. El piso era oscuro y hostil, muy distinto al hogar cálido que había imaginado. —¿Has comido? —preguntó con dulzura, y ella negó con la cabeza. Sin dudarlo, la levantó en brazos, sintiendo su cuerpecito más liviano de lo que recordaba.

La cocina estaba vacía, solo una caja de cereales volcada en el suelo. El corazón de Álvaro se quebró ante la visión. Hirvió agua rápidamente y preparó unos fideos instantáneos, haciendoY mientras la pequeña Lucía comía con avidez, Álvaro juró en silencio que jamás permitiría que el dolor del pasado empañara el futuro que construirían juntos, bajo el cálido sol de España.

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