Alejandro Martínez estaba acostumbrado a llegar a casa pasadas las 9 de la noche, cuando todos ya dormían. Pero hoy la reunión con los inversores en Madrid terminó antes y decidió regresar sin avisar. Al abrir la puerta de su chalet en La Moraleja, se quedó petrificado. En medio del salón, Lucía, la asistenta de 28 años, estaba arrodillada sobre el suelo mojado con un trapo. Pero lo que lo paralizó fue ver a su hijo Pablo, de solo cuatro años, apoyado en sus muletas azules, intentando ayudarla.
“Tía Lucía, yo puedo limpiar aquí”, decía el niño rubio, estirando su bracito con esfuerzo.
“No te preocupes, cariño, ya has ayudado mucho. ¿Por qué no te sientas un rato?” respondió Lucía con una dulzura que Alejandro nunca le había oído.
“Pero quiero ayudar. Tú siempre dices que somos equipo”, insistía el pequeño, ajustando las muletas.
Alejandro permaneció oculto, observando. Había algo en esa escena que le conmovía profundamente. Pablo sonreía, algo raro en casa últimamente.
“Vale, mi ayudante, pero solo un poquito más”, cedió Lucía.
Fue entonces cuando Pablo vio a su padre en la entrada. Su carita se iluminó, pero con un brillo de preocupación.
“¡Papá, qué pronto!” exclamó, girándose tan rápido que casi pierde el equilibrio.
Lucía se levantó de un salto, dejando caer el trapo. “Buenas noches, señor Martínez. No sabía que había vuelto.”
Alejandro seguía procesando la imagen. “Pablo, ¿qué haces?” preguntó, intentando mantener la calma.
“Ayudo a tía Lucía, mírame”, dijo orgulloso, avanzando con dificultad. “¡Hoy aguanté cinco minutos de pie!”
“¿Qué ejercicios?” preguntó Alejandro, mirando a Lucía, que retorcía nerviosa el delantal.
“Me enseña ejercicios. Dice que si practico, algún día correré”, explicó Pablo.
El silencio llenó la estancia. Alejandro sintió emociones contradictorias. “¿Ejercicios? ¿Desde cuándo?”
Lucía alzó la vista, sus ojos castaños llenos de temor. “Señor, solo jugábamos. Si prefiere, me voy.”
“¡Tía Lucía es la mejor!” interrumpió Pablo, interponiéndose. “No se rinde cuando lloro. Dice que soy fuerte como un torero.”
Alejandro sintió un nudo en la garganta. ¿Cuándo había visto a su hijo tan feliz? “Pablo, vete a tu cuarto. Necesito hablar con Lucía.”
Cuando el niño salió, Alejandro preguntó: “¿Por qué haces esto?”
Lucía bajó la voz. “Mi hermano pequeño tenía problemas similares. Ayudé años a que caminara. Al ver a Pablo solo… no pude evitarlo.”
Alejandro observó sus manos rojas de fregar. “No te pagamos por eso.”
“No lo hago por dinero. Pablo es especial – tiene un corazón enorme.”
Al día siguiente, Alejandro amaneció temprano. En el jardín, vio a Lucía guiando a Pablo en ejercicios. El niño, concentrado, logró mantenerse 30 segundos sin apoyo.
“¡Lo conseguí, papá!” gritó Pablo al verlo.
Esa tarde, Alejandro hizo una oferta ante el asombro de Lucía: pagaría sus estudios de fisioterapia mientras cuidaba oficialmente de Pablo.
Dos años después, en la graduación del colegio, Pablo corrió por primera vez ante todos. “¡Gracias tía Lucía!” decía mientras el público aplaudía.
El Centro de Terapia Infantil que abrieron luego fue solo el comienzo. Lo que empezó como un encuentro casual se convirtió en una lección sobre el amor incondicional y cómo a veces, los ángeles llegan disfrazados de asistentas con delantal y manos callosas.