Un Rico Empresario se Conmueve al Encontrar a su Madre con un Desamparado — Reacciona al Instante…

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Cuando Javier Martín salió del imponente edificio en pleno corazón del barrio de Chamberí, solo tenía en mente el informe que debía enviar antes de medianoche. Había cerrado un trato de treinta millones de euros, el mercado reaccionaría bien, su consejo estaría satisfecho. Otro éxito. Otra cifra para sumar a su fortuna de ciento cincuenta millones.

Hasta que la vio.

A mitad de la calle, junto al escaparate de una joyería de lujo, dos figuras destacaban en el gris del atardecer. Una manta raída, un gorro de lana, un carrito de la compra con bolsas. Y, en medio de todo, un abrigo de cachemira color crema que Javier reconocía al instante.

Su corazón se detuvo.

—¿Mamá? —susurró incrédulo.

Isabel Martín, setenta y tres años, la elegante viuda del gran Antonio Martín, estaba sentada en la acera húmeda, temblando. A su lado, casi protegiéndola, un joven de barba desaliñada y ojos profundos, envuelto en capas de ropa gastada. Le había puesto su propia manta sobre los hombros y la cobijaba con su cuerpo, como un escudo contra el viento helado.

El frío de diciembre cortaba como navajas. Los primeros copos de nieve caían sobre el cabello blanco de Isabel.

Javier echó a correr.

—¡Mamá! —se arrodilló frente a ella, sin importarle el traje de Hugo Boss ni los zapatos empapados—. Mamá, ¿qué haces aquí?

Isabel lo miró como si le costara enfocar. Sus ojos, siempre tan serenos, parecían perdidos.

—Javi… ¿Javier? —balbuceó—. Me… me perdí… yo iba… yo…

Su voz se quebró. El joven sin hogar la sostuvo del brazo.

—Tranquila, señora, ya está aquí su hijo —dijo él, con una calma que contrastaba con su aspecto.

Javier lo observó detenidamente. Tendría unos veintitantos, la barba descuidada, la piel enrojecida por el frío. Los dedos le temblaban. Y, aún así, seguía protegiendo a Isabel con su manta.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Javier, intentando mantener la compostura.

—La encontré hace media hora —respondió el joven—. Iba caminando, muy desorientada. No sabía dónde vivía, ni su nombre al principio. Tenía mucho frío, así que la senté y le di la manta. No tengo móvil para llamar a nadie… Iba a ir a comisaría.

Javier tragó saliva. Llamó a su chófer con manos torpes, luego al 112. Mientras hablaba, no apartaba la vista de la escena: su madre, la mujer que organizaba cenas de gala y vivía rodeada de lujos, aferrada a la manta sucia de un desconocido.

Y ese desconsecido, con apenas un carrito y una manta, había hecho más por Isabel en media hora que él en meses.

Cuando se llevaron a Isabel en la ambulancia, Javier se quedó unos segundos en la acera, junto al joven.

Sacó la cartera. Billetes. Muchos.

—Gracias por lo que hizo por mi madre —dijo, tendiendo el dinero—. Esto no es suficiente, pero…

El joven miró el fajo de billetes. Javier esperaba ver avidez, urgencia. En cambio, vio incomodidad.

—No —dijo Adrián, negando—. No lo hice por dinero, señor. Solo… —miró hacia donde se iba la ambulancia— no podía dejarla ahí tirada. Cualquiera con un mínimo de humanidad haría lo mismo.

Cualquiera con humanidad.

Javier sintió que esas palabras le atravesaban el pecho. Quiso insistir, pero el joven ya recogía su manta, la sacudía y se la echaba al hombro.

—En serio, quédese con eso —repitió Adrián, con media sonrisa cansada—. Cuide de su madre.

Se dio la vuelta y se perdió entre la gente que pasaba sin mirarlo.

Javier se quedó inmóvil, los billetes en la mano, mientras el viento le azotaba el rostro.

EnJavier miró hacia el cielo, dejó caer los billetes al suelo y corrió detrás de Adrián, decidido a cambiar no solo la vida del joven, sino la suya propia.

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