Un rico desconocido llega a la hora de comer y lo que descubre lo deja sin palabras

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El multimillonario llegó sin avisar a la hora de la comida y no podía creer lo que veía. El sonido de las llaves al caer en el suelo de mármol resonó como un disparo en el silencio del vestíbulo, pero nadie lo escuchó. Javier, un hombre acostumbrado a que el mundo temblara ante su presencia, se quedó paralizado en la puerta de su propio comedor, sintiendo cómo la sangre se le helaba en las venas.

Lo que veía no tenía sentido. Era una alucinación por el estrés o quizá una broma cruel del destino. Había vuelto tres horas antes de lo habitual, un martes cualquiera, para recoger unos documentos olvidados y regresar a la fría oficina en el centro de Madrid. No esperaba encontrar vida en su mansión, ni calor, y mucho menos aquella escena.

Frente a él, en la mesa de nogal que nadie usaba desde el funeral de su esposa hacía cinco años, se desarrollaba una escena que rompía todas las reglas de su casa.

Lucía, la joven empleada doméstica de apenas veinte años, con su uniforme azul y blanco impecable, no estaba limpiando ni puliendo la plata. Estaba sentada, y no estaba sola. Alrededor de ella, ocupando las sillas reservadas para invitados importantes, había cuatro niños. Cuatro varones idénticos.

Javier parpadeó, incapaz de procesar la imagen. Los niños no podían tener más de cuatro años. Llevaban camisas azules que le resultaban extrañamente familiares, como si la tela viniera de su propio pasado, y pequeños delantales claros que cubrían sus pechos.

Eran cuatro gotas de agua, cuatro réplicas exactas, con el pelo castaño revuelto y ojos grandes que seguían cada movimiento de la chica. “Abran bien los pajaritos”, susurró Lucía con una voz tan dulce que a Javier le dolió el pecho al escucharla. Sostenía una cuchara llena de arroz amarillo humeante, un contraste brutal con la vajilla de porcelana que los rodeaba. No era comida de ricos, era comida sencilla, arroz con un poco de colorante, pero los niños lo miraban como si fuera oro.

Lucía, con la práctica de quien lo ha hecho mil veces, repartía una cucharada en cada plato, asegurándose de que las porciones fueran iguales. “Coman despacio, hoy hay para todos”, les decía, acariciando la cabeza del que tenía más cerca. Sus manos, que solían llevar guantes de limpieza para fregar, ahora acariciaban rostros infantiles con una ternura maternal que le hizo un nudo en la garganta.

Javier debería haber gritado en ese instante. Debería haber entrado furioso, exigiendo saber qué hacían esos desconocidos en su mesa, manchando sus muebles, invadiendo su santuario de soledad. Pero sus pies estaban clavados al suelo. Algo en esos niños lo mantenía hipnotizado.

Cuando el niño de la izquierda giró la cabeza para reírse de algo que hizo su hermano, la luz de la lámpara de araña iluminó su perfil. Javier sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. Esa nariz, esa forma de sonreír, incluso cómo sostenía el tenedor con una elegancia innata que no correspondía a su ropa humilde. Era como mirarse en un espejo que lo llevaba cuarenta años atrás.

Su corazón latió con fuerza, golpeando sus costillas como un animal enjaulado. ¿Quiénes eran? ¿De dónde habían salido? Su casa era una fortaleza. Nadie entraba sin permiso. Y sin embargo, allí estaban, cuatro intrusos diminutos comiendo arroz en su mesa, atendidos por su empleada como si fueran príncipes escondidos.

La escena tenía una intimidad que le resultaba ajena y aterradora. Los niños reían bajito, un sonido que la mansión no conocía. Lucía les limpiaba la boca con una servilleta de lino con sus iniciales bordadas y les hablaba de un futuro sin hambre. “Ustedes van a ser importantes, pero nunca olviden compartir”, les decía, sirviendo lo último de la olla.

Javier apretó el maletín hasta que los nudillos se le pusieron blancos. La mezcla de rabia y curiosidad lo consumía. Se sentía un intruso en su propia casa. La luz de la tarde entraba por los ventanales, bañando a la joven y a los niños en un halo dorado, mientras él seguía en la sombra. Dio un paso. El crujido de sus zapatos de cuero fue imperceptible, pero Lucía, siempre alerta, lo escuchó como un trueno.

La chica se tensó. La cuchara se detuvo en el aire. Lentamente, con el rostro pálido de terror, giró la cabeza hacia la puerta. Sus miradas se encontraron. El azul frío de Javier chocó contra el marrón asustado de Lucía. El tiempo se detuvo.

Los cuatro niños, sintiendo el miedo de su protectora, dejaron de comer al mismo tiempo y miraron a la figura imponente que bloqueaba la salida.

Javier no podía respirar. Ahora que los veía de frente, la verdad lo golpeó como un tren. No solo se parecían a él. Eran idénticos. Cuatro copias perfectas suyas, mirándolo con una mezcla de curiosidad y miedo instintivo.

El silencio que siguió fue tan denso que podía cortarse con un cuchillo.

Lucía se puso de pie de un salto, un movimiento brusco que hizo sonar los cubiertos. Se interpuso entre los niños y Javier, abriendo los brazos como una leona protegiendo a sus crías. “Señor…”, su voz era apenas un hilo, un susurro que murió antes de llegar a él.

Javier avanzó. No caminaba, marchaba. La furia reemplazaba el shock inicial. La invasión de su privacidad, el uso descarado de sus cosas y esa semejanza perturbadora que no quería admitir. Todo se mezclaba en un cóctel tóxico.

“¿Qué demonios significa esto, Lucía?”, gritó, haciendo vibrar los cristales de la vitrina.

Los niños, que hasta entonces habían estado observando con ojos muy abiertos, reaccionaron ante el tono violento. El más pequeño soltó un sollozo ahogado y se escondió detrás de Lucía. Los otros tres lo imitaron, formando una barrera humana de cuerpos temblorosos.

“¡Exijo una explicación!”, rugió Javier, apoyando las manos en la mesa. “¿Qué hacen estos niños aquí? ¿Es una guardería clandestina? ¿Me estás robando?”

Lucía temblaba de pies a cabeza, pero no retrocedió. Levantó la barbilla con dignidad. Sus ojos estaban llenos de lágrimas, pero no lloró. “No son extraños, señor”, dijo con voz más firme de lo esperado. “Y no le estoy robando. Este arroz iba a la basura porque el cocinero dijo que estaba seco. Yo lo rescaté.”

“A mí no me importa el maldito arroz”, gritó Javier golpeando la mesa. “¡Me importa el atrevimiento! ¿Quiénes son? ¿Son tuyos?”

Escudriñó el rostro de Lucía buscando mentiras. Era demasiado joven para ser madre de cuatrillizos. Las cuentas no cuadraban, pero la forma en que los protegía, esa ferocidad, era maternal.

“Son mis sobrinos, señor”, mintió, pero su voz vaciló.

Javier soltó una risa seca. “¿Sobrinos? ¿Desde cuándo tus sobrinos usan mi ropa vieja?”

Señaló a uno de los niños. Ahora que estaba más cerca, lo veía claro. La tela de su camisa tenía un patrón de rayas azules muy específico. Era una camisa de seda que él había tirado meses atrás por una mancha. Alguien la había rescatado, cortado y convertido en ropa para un niño de cuatro años.

“¡No solo les das mi comida, también mi ropa! ¿Qué más les has dado? ¿Mis joyas? ¿Mi dinero?”

Nunca le he robJavier, al ver la marca de nacimiento idéntica a la suya en el brazo de uno de los niños, finalmente comprendió que esos pequeños eran sus hijos, los mismos que creyó muertos al nacer, y en ese instante, su vida cambió para siempre.

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