Un perro negro amenazaba al bebé cada noche, hasta que descubrieron el terror bajo la cama

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Desde el día en que llevaron a su bebé a casa, el perro negro llamado Sombra se convirtió en un guardián constante del dormitorio. Al principio, Javier y su esposa pensaron que era buena señal: el perro protegía al bebé, vigilando la puerta. Pero tras apenas tres noches, su tranquilidad se rompió.

La cuarta noche, a las 2:13 exactamente, Sombra se tensó, con el pelaje erizado como agujas, gruñendo hacia la cuna junto a la cama. No ladró ni se lanzó, solo gruñó, un sonido largo y entrecortado, como si alguien le estuviera tapando la voz desde las sombras.

Javier encendió la lámpara y fue a calmar al bebé. La pequeña dormía plácidamente, con los labios temblorosos como si estuviera mamando, sin llorar. Pero los ojos de Sombra permanecían clavados en la cama. Se agachó, estiró el cuello, metió el hocico en el oscuro y polvoriento espacio bajo el mueble y resopló. Javier se arrodilló, usó la linterna de su móvil y solo vio unas cajas, pañales de repuesto y una densa sombra acumulada como un pozo sin fondo.

La quinta noche, ocurrió lo mismo a las 2:13. La sexta, Lucía, la esposa de Javier, despertó sobresaltada por un ruido de arañazos, lento y deliberado, como uñas arrastrándose por la madera. «Deben ser ratones», dijo, con la voz temblorosa. Javier acercó la cuna al armario y puso una trampa en la esquina. Aun así, Sombra miraba fijamente bajo la cama, emitiendo pequeños gruñidos cada vez que el bebé se movía.

Para la séptima noche, Javier decidió no dormir.
Se sentó al borde de la cama con las luces apagadas, dejando solo la lámpara del pasillo proyectando un hilo dorado en la habitación. Su móvil estaba listo para grabar.

A la 1:58, una ráfaga entró por la ventana entreabierta, trayendo el olor húmedo del jardín.

A las 2:10, la casa se sintió hueca, vacía.

A las 2:13, Sombra saltó, pero no gruñó de inmediato: miró a Javier, presionó su nariz contra su mano, instándolo con los ojos. Luego avanzó sigilosamente, como al acecho, y apuntó su hocico bajo la cama. Su gruñido estalló, profundo y prolongado, como si impidiera que algo saliera.

Javier alzó la luz del móvil. En ese destello fugaz, vio movimiento. No era un ratón. Una mano, pálida y verdosa, manchada de tierra, se retorcía como una araña. El haz titubeó al temblarle la mano. Javier retrocedió, chocando contra el armario. Lucía se incorporó, haciendo preguntas entrecortadas. El bebé seguía durmiendo, con los labios húmedos de leche.

Javier agarró a su hija, la protegió tras él y cogió un bate viejo de béisbol. Sombra se lanzó bajo la cama, sus gruñidos convirtiéndose en ladridos furiosos, las uñas arañando. De la oscuridad surgió un chirrido helado, luego silencio. Las luces parpadearon. Algo se retiró hacia dentro, rápido, dejando un rastro de polvo negro.

Lucía sollozó, pidiéndole que llamara a la policía. Con manos temblorosas, Javier marcó el número. En diez minutos, llegaron dos agentes. Uno se agachó, iluminando con su linterna mientras apartaba cajas. Sombra bloqueaba la cuna, enseñando los dientes. «Tranquilo», dijo el agente con calma. «Déjame revisar…». Bajo la cama no había nada. Solo polvo revuelto y marcas de garras serpenteando por las tablas del suelo.

La linterna del agente se detuvo en una grieta cerca de la cabecera: la madera estaba cortada lo suficiente para que cupiera una mano. Golpeó; sonó hueco. «Hay un hueco. ¿Han hecho reformas aquí?».

Javier negó con la cabeza. En ese momento, el bebé gimió. Los ojos de Sombra brillaron; giró la cabeza hacia la grieta y gruñó. Desde la oscuridad, surgió un susurro áspero: «Shhh… no lo despiertes…».

Nadie en la casa durmió después de aquel susurro.
El agente más joven, David, pidió refuerzos. Mientras esperaba, arrancó el rodapié de la pared. Extrañamente, los clavos eran nuevos, brillantes contra la madera vieja y desgastada. «Alguien manipuló esto hace uno o dos meses», dijo. Javier sintió la garganta seca. «Compré la casa a una pareja mayor hace tres meses. Dijeron que solo pintaron el salón y arreglaron el techo, no este cuarto».

Con una palanca, David arrancó la madera. Detrás había un hueco oscuro como la boca de una cueva. El hedor a humedad se mezclaba con otro olor: leche agria y talco. Sombra tiró de Javier hacia atrás, gruñendo. Lucía abrazó al bebé, con el corazón acelerado.

David enfocó su linterna dentro.

«¿Hay alguien?». Silencio. Pero al pasar la luz, todos vieron: artículos de bebé (un chupete, una cuchara de plástico, un pañuelo arrugado) y docenas de marcas talladas en la madera, entrecruzadas como una red.

Cuando llegaron los refuerzos, insertaron una pequeña cámara y extrajeron un paquete de tela sucia. Dentro había un cuaderno gastado con letra temblorosa:

«Día 1: Duerme aquí. Escucho su respiración».
«Día 7: El perro lo sabe. Vigila, pero no muerde».
«Día 19: Debo ser silenciosa. Solo quiero tocar su mejilla, oír su llanto más cerca. No despertar a nadie».

Las notas eran cortas, frenéticas, como escritas a oscuras.
«¿Quién vivía aquí antes?», preguntó un agente. Javier recordó vagamente: durante la entrega, la pareja mayor estaba acompañada por una joven. Llevaba la cabeza gacha, el pelo cubriéndole media cara. La mujer había dicho: «Está preocupada, no habla mucho». En ese momento, no le dieron importancia.

La cámara reveló más: el hueco recorría la pared, formando un túnel estrecho. En un rincón, había un nido improvisado: una manta fina, una funda de almohada y latas de leche vacías. En el suelo, un nuevo garabato: «Día 27: 2:13. Respirar más fuerte».

2:13: la hora en que el bebé solía despertarse para comer. Alguien había seguido la rutina de su hija desde dentro de las paredes.

«No es un fantasma», dijo David con gravedad. «Es una persona». Investigando más, encontraron ventanas forzadas y huellas sucias en el techo trasero. Alguien había entrado y salido hasta hace poco.

Al amanecer, David aconsejó: «Esta noche, cierren la habitación. Dejen al perro dentro con uno de nosotros. Veremos si vuelve».

Esa noche, a las 2:13, la tela que cubría la grieta se movió. Una mano delgada y sucia emergió. Le siguió un rostro demacrado: ojos hundidos, pelo enmarañado, labios agrietados. Pero lo más llamativo era su mirada fija en la cuna, como la sed en forma humana.

Susurró de nuevo: «Shhh… no la despiertes… solo quiero mirarla…».
Era la joven, Elena, sobrina de los dueños anteriores. Había perdido a su bebéElena había perdido a su bebé al final del embarazo, se sumió en una depresión profunda y, sin que nadie lo supiera, volvió a esconderse en esa casa, aferrándose al sonido de la respiración de otro niño como el último hilo que la unía a la realidad.

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