Un padre despidió a 10 niñeras en un mes, hasta que llegó la que lo cambió todo con sus hijas

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En la mansión Valderrama no se oían risas infantiles, solo los gritos de niñeras renunciando. Eso era lo que murmuraban entre los criados y vecinos de la lujosa residencia de Javier Valderrama, uno de los empresarios más poderosos del país. En solo un mes, diez niñeras habían pasado por sus puertas y todas habían huido despavoridas. No era el sueldo -Valderrama pagaba fortunas- sino las tres pequeñas criaturas que habitaban el ala norte. Lucía, Carla y Alba, sus hijas trillizas.

Tenían siete años, eran idénticas en apariencia pero muy distintas en carácter. Lucía, la mayor por minutos, llevaba siempre el ceño fruncido como si estuviera en guerra con el mundo. Carla, la del medio, era la más traviesa, especialista en bromas pesadas. Alba, la menor, era silenciosa, con unos ojos enormes que parecían guardar secretos demasiado grandes para una niña. Juntas habían convertido la casa en un campo de batalla: volcaban jarras de agua, escondían zapatos, llenaban las camas de harina, gritaban en coro hasta romper la paciencia de cualquiera.

Pero la verdad que nadie veía era otra. Esas niñas no eran monstruos; eran huérfanas de madre, y cada travesura era un grito disfrazado de dolor.

Esa mañana, una nueva escena de caos se desarrollaba en el pasillo principal. La última niñera, con el pelo cubierto de pintura verde, corría llorando mientras arrastraba su maleta.

—¡Son demonios! ¡No hay quien las aguante! —gritó al empujar la puerta de salida.

Las trillizas, escondidas tras una columna, se reían a carcajadas. Carla aplaudía, orgullosa.

—Once minutos —dijo Lucía sin sonreír—. Duró menos que la anterior.

—Papá volverá a decir que somos un problema —susurró Alba.

Las tres guardaron silencio. En el fondo, sabían que tenía razón.

En su despacho, Javier Valderrama observaba por la ventana con gesto severo. Alto, de pelo engominado y traje impecable, parecía una estatua de acero. El mayordomo, Tomás, entró con cautela.

—Señor, la señorita Martínez ha renunciado.

Javier apretó la mandíbula.

—La décima en un mes.

—Así es, señor.

El empresario se giró bruscamente.

—¿Y qué esperan? Consigan otra.

Tomás tragó saliva.

—Con respeto, señor… ya ninguna aguanta. Dicen que las niñas son imposibles.

Los ojos de Javier se endurecieron aún más.

—No son las niñas. Son ellas, las niñeras. Débiles. Incapaces.

Se dejó caer en el sillón de cuero y murmuró, más para sí mismo:

—Si Marta estuviera aquí, nada de esto pasaría.

El nombre de su difunta esposa flotó en la habitación como un fantasma. Había muerto tres años atrás, y desde entonces, Javier había enterrado su recuerdo bajo toneladas de trabajo y silencio.

Mientras tanto, en el ala norte, las trillizas se escondieron en su cuarto, abrazadas.

—Mamá no dejaría que nos cambiaran de niñera todo el tiempo —susurró Alba.

—Mamá ya no está —replicó Lucía con dureza, aunque su voz temblaba.

Carla escondió el rostro entre las manos.

—Yo solo quiero que papá nos mire otra vez.

Nadie respondió. El silencio se volvió insoportable.

En la portería de la mansión, un taxi se detuvo. De él descendió una mujer joven con una maleta pequeña y ropa sencilla. Se llamaba Beatriz. No venía de agencias de lujo ni traía recomendaciones brillantes; solo había respondido a un anuncio desesperado. Al ver la grandeza de la casa, tragó saliva.

El guardia se burló al verla.

—Tú, la nueva niñera… no durarás ni tres días.

Beatriz lo miró a los ojos con una calma que sorprendió al hombre.

—No vengo a durar —respondió—. Vengo a quedarme.

Lo que nadie sabía aún era que aquella mujer humilde rompería el muro de hielo que ni el dinero, ni las niñeras anteriores, ni siquiera Javier habían podido derribar. Y que, gracias a ella, tres pequeñas invisibles volverían a ser vistas.

El portón de hierro se cerró con un golpe seco tras el taxi. Beatriz respiró hondo y observó la mansión frente a ella: un edificio imponente con ventanales altos y jardines tan perfectos que parecían pintados. Apretó la maleta contra su cuerpo como si fuera un escudo. No era la primera vez que cuidaba niños, pero sí la primera en un lugar así.

Tomás, el mayordomo, la recibió en la escalinata. La miró de arriba abajo, escéptico.

—Señorita Beatriz, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Le advierto desde ahora: aquí nadie dura. Las niñas… bueno, ya lo verá.

Beatriz apretó los labios.

—No se preocupe. Yo sé tratar con niños.

El hombre soltó una risa breve, cargada de ironía.

—Todas dicen eso antes de salir corriendo.

Dentro, el ambiente era aún más frío que el mármol del suelo. Los empleados iban y venían sin mirarla, como si fuera invisible. Solo Margarita, la cocinera, le lanzó un saludo rápido mientras se limpiaba las manos en el delantal.

—Buena suerte, hija —le susurró—. Aquí hace falta más corazón y menos dinero.

Beatriz asintió. No entendía del todo la advertencia, pero pronto lo descubriría.

La condujeron al ala norte. Al abrirse la puerta, Beatriz se encontró con tres pares de ojos clavados en ella. Lucía, Carla y Alba estaban sentadas en fila, idénticas con sus trenzas oscuras y vestidos impecables, como muñecas de porcelana. Ninguna sonrió. Ninguna habló.

Beatriz sintió el peso de aquellas miradas. Respiró hondo y se presentó.

—Hola, niñas. Soy Beatriz. Vengo a acompañarlas.

Carla, la del medio, la interrumpió con voz burlona.

—No durarás tres días como todas.

Las otras dos rieron.

Beatriz no se intimidó. Se agachó hasta quedar a su altura.

—Bueno, entonces esos tres días tendrán que ser los mejores de sus vidas.

Las trillizas se miraron, desconcertadas. No esperaban esa respuesta. La mayoría de las niñeras se escandalizaban o amenazaban al instante.

—¿No nos tienes miedo? —preguntó Lucía, frunciendo el ceño.

Beatriz sonrió.

—Solo tendría miedo si fueran tigres hambrientos. Pero yo veo a tres niñas hermosas.

Alba, la más callada, parpadeó sorprendida. Una leve chispa de curiosidad brilló en sus ojos.

La primera prueba llegó minutos después. Carla derramó un vaso de zumo en la alfombra, fingiendo un descuido.

—Uy, se me cayó —dijo con malicia.

Beatriz, en lugar de regañarla, se sentó en el suelo y limpió con una servilleta.

—No pasa nada. Las alfombras tienen suerte cuando se ensucian: significa que alguien vive aquí.

Las niñas se quedaron mudas. Estaban acostumbradas a gritos, castigos… no a que alguien tomara con calma sus travesuras.

Más tarde, en la cena, otra emboscada: las trillizas escondieron la sal y llenaron el salero con azúcar. Cuando Beatriz se sirvió un poco en la sopa, probó y disimuló la sorpresa.

—¡Qué invento tan raro!Y así, entre risas, lágrimas y pequeños gestos de amor, Beatriz logró lo que parecía imposible: derretir el corazón helado de Javier y enseñarle que el verdadero hogar no se construye con lujos, sino con abrazos y palabras sinceras.

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