Un padre desesperado encontró la solución perfecta con su nueva niñera

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En la mansión Valverde no se escuchaban risas infantiles, solo sollozos de niñeras huyendo. Así murmuraban los empleados entre pasillos sobre la lujosa residencia de Ignacio Valverde, uno de los hombres más poderosos de España. En tres semanas, ocho niñeras habían pasado por sus puertas, todas despavoridas. El problema no era el sueldo -Valverde pagaba fortunas-, sino los tres pequeños huéfanos que habitaban el ala este: Martina, Lucía y Candela, sus hijas trillizas.

A los siete años, parecían copias idénticas pero con almas distintas. Martina, la mayor por minutos, fruncía el ceño como si el mundo entero fuera su enemigo. Lucía, la mediana, era pura travesura, especialista en bromas pesadas. Candela, la menor, observaba todo con ojos de misterio demasiado grande para su edad. Juntas habían convertido la mansión en su campo de batalla: derramaban café en vestidos, escondían gafas, llenaban las camas con azúcar, gritaban a coro hasta romper nervios.

Pero la verdad que nadie veía era otra. Esas niñas no eran monstruos, sino almas rotas que gritaban su dolor a través del caos. Esa mañana, otra escena de desastre: la última niñera, con el pelo teñido de rojo, corría hacia la salida arrastrando su maleta. “¡Son demonios! ¡Nadie las soporta!”, chillaba. Las trillizas, escondidas tras una columna, reían sin control. Lucía aplaudía orgullosa. Once minutos. Menos que la anterior. Martina, sin embargo, no sonreía igual. “Papá dirá que somos un problema”. Candela bajó la voz: “Papá ya cree que lo somos”. Las tres callaron, sabiendo que era cierto.

En su despacho, Ignacio Valverde miraba por la ventana con gesto helado. Alto, pelo engominado, traje impecable, parecía una estatua de mármol. El mayordomo Julián entró con cautela. “Señor, la señorita Jiménez ha renunciado”. Ignacio apretó la mandíbula. “La octava en un mes”. “Así es, señor”. El magnate giró bruscamente. “Pues busquen otra”. Julián tragó saliva. “Con respeto, señor… ninguna aguanta. Dicen que las niñas son imposibles”. Los ojos de Ignacio se endurecieron. “No son ellas, son las niñeras las débiles”. Cayó en su sillón de cuero y murmuró para sí: “Si Teresa estuviera aquí…”. El nombre de su difunta esposa flotó como un fantasma. Tres años sin ella, tres años enterrando recuerdos bajo montañas de trabajo.

En el ala este, las trillizas se acurrucaban en su habitación. “Mamá no nos cambiaría de niñera siempre”, susurró Candela. “Mamá no está”, replicó Martina, aunque su voz temblaba. Lucía escondió la cara. “Solo quiero que papá nos mire”. Nadie respondió. El silencio pesaba como losa.

Mientras, un taxi se detenía ante la mansión. De él bajó una mujer joven con maleta gastada y ropa sencilla. Se llamada Almudena. No venía de agencias exclusivas ni traía recomendaciones, solo había respondido a un anuncio desesperado. Al ver la imponente fachada, tragó saliva. No parecía lugar para alguien como ella. El guardia se burló: “Tú, la nueva… no durarás tres días”. Almudena lo miró fijo, con calma sorprendente: “No vengo a durar. Vengo a quedarme”. Lo que nadie sabía aún era que esa mujer humilde rompería el muro de hielo que ni el dinero ni las niñeras anteriores habían logrado traspasar. El portón se cerró tras ella con golpe seco. Almudena respiró hondo y enfrentó la mansión: ventanales altos, jardines perfectos como pintura. Apretó su maleta como escudo. No era su primer trabajo con niños, pero sí su primera casa así.

La recibió el mayordomo Julián en la escalinata. La escrutó de arriba abajo: ropa modesta, zapatos gastados, pelo recogido con cinta. Nada encajaba en aquel mundo de lujo. “Señorita Almudena, ¿verdad?”, preguntó seco. “Sí, señor”, respondió ella con sonrisa tímida. “Le advierto: aquí nadie dura. Las niñas… ya verá”. Almudena apretó los labios. “No se preocupe, sé tratar con niños”. El hombre soltó risa irónica. “Todas dicen eso antes de huir”.

Dentro, el ambiente era más frío que el mármol del suelo. Los empleados pasaban sin mirarla. Solo Manuela, la cocinera, le susurró al oído: “Buena suerte, niña. Aquí falta corazón y sobra dinero”. Almudena asintió, sin entender del todo. Pronto lo descubriría.

La llevaron al ala este. Al abrirse la puerta, tres pares de ojos la atravesaron. Martina, Lucía y Candela, idénticas con sus trenzas y vestidos impecables, sentadas en fila como muñecas de porcelana. Ninguna sonrió. Almudena sintió el peso de esas miradas triples. Respiró y se presentó: “Hola, soy Almudena. Vine a acompañarlas”. Lucía, la traviesa, la interrumpió burlona: “No durarás tres días como todas”. Las otras rieron. Almudena no se amedrentó. Se agachó a su altura: “Pues haré que esos tres días sean los mejores de sus vidas”. Las trillizas se miraron desconcertadas. Ninguna niñera había respondido así.

“¿No nos tienes miedo?”, preguntó Martina, ceño fruncido. Almudena sonrió. “Solo le temo a tigres hambrientos, y yo veo tres niñas preciosas”. Candela, la callada, parpadeó sorprendida. Una chispa de curiosidad brilló en sus ojos.

La primera prueba llegó rápido: Lucía derramó zumo en la alfombra a propósito. “Uy, se me cayó”, dijo maliciosa. Almudena, en lugar de regañar, se sentó a limpiar con servilleta. “No pasa nada. Las alfombras tienen suerte al ensuciarse: significa que alguien vive aquí”. Las tres se quedaron mudas. Estaban acostumbradas a gritos, no a calma.

En la cena, otra trampa: cambiaron sal por azúcar en el salero. Almudena probó la sopa y sonrió. “¡Qué receta más original! ¿Quién es la chef?”. Lucía estalló en risas. Martina intentó guardar compostura. Candela escondió una sonrisa tras las manos. Almudena guiñó un ojo: “Espero más recetas secretas mañana”. Por primera vez, las tres rieron juntas, sin malicia.

Desde un rincón, Ignacio observaba la escena. No estaba acostumbrado a esas risas. Frunció el ceño, murmuró al mayordomo: “No durará”. Pero en su interior, algo vibraba. Hacía años que no escuchaba esa música en su casa.

Esa noche, mientras las trillizas dormían, Candela susurró en la oscuridad: “¿Y si se queda más de tres días?”. Martina bufó: “Nadie aguanta”. Lucía, pensativa, se arrebujó: “Pero estaría bien”. Silencio. En sus corazones, una chispa de esperanza había entrado.

La mansión amanecía engañosamente tranquila. El sol entraba por los ventanales, los jardines perfectos. Solo tres pares de ojos brillaban con travesura tras una cortina. “Hoy se va”, dijo Lucía. “Ninguna sobrevive a nuestra gran prueba”. Martina asintió seria: “Anoche parecía tranquila, pero todas lo parecen al principio”. Candela dudó: “¿Y si no se va?”. Sus hermanas la miraron como si hubiera blasfemado: “¡Siempre se vanAl día siguiente, cuando Almudena entró al jardín y encontró a las trillizas preparando su peor travesura, simplemente se sentó en el césped, abrió los brazos y dijo con una sonrisa que iluminó hasta los rincones más oscuros de aquella mansión: “Vengan, cuéntenme qué las hace tan tristes”.

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