El millonario entró en el asilo con la intención de hacer una donación, pero aquel gesto aparentemente sencillo acabó en una revelación que lo cambiaría todo. Encontró a su madre, desaparecida hacía tres décadas, y aquel descubrimiento sacudiría su vida para siempre. Javier Mendoza bajó del coche con las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo.
La llovizna era fina pero persistente, como si el cielo hubiera decidido llorar sin cesar. El chófer le ofreció un paraguas, pero él lo rechazó con un gesto. Avanzó hacia la entrada del asilo con paso decidido, sin importarle el agua que le empapaba los hombros. El edificio no era elegante. Se notaba que sobrevivía con lo justo.
El cartel de la entrada estaba herrumbrado, las letras apenas legibles. *Residencia San José* era la tercera que visitaba aquel mes, parte del programa de ayuda social que había creado en memoria de su madre. Desde hacía años, Javier donaba dinero a hospitales, escuelas y albergues. No buscaba reconocimiento, ni entrevistas, ni aplausos.
Lo hacía porque, de algún modo, eso la mantenía cerca. Su madre había desaparecido cuando él tenía doce años. Un día salió de casa para hacer la compra y nunca regresó. Nadie supo más. Fue como si la tierra se la hubiera tragado. La policía investigó, claro, pero no encontraron rastro alguno: ni testigos, ni pistas, ni una sola llamada.
Su padre murió poco después, y él creció al cuidado de unos tíos, rodeado de dinero pero también de silencios y preguntas sin respuesta. Ahora, con cuarenta y dos años, exitoso, dueño de varias empresas y con más dinero del que podría gastar en toda su vida, seguía cargando aquel vacío. Por eso estaba allí. Saludó al encargado del asilo, un hombre bajito de pelo blanco llamado don Pepe.
Le explicó que no había avisado con antelación porque quería ver el lugar tal cual era, sin preparativos ni filtros. Don Pepe no pareció molesto. Al contrario, lo acompañó a recorrer las instalaciones con calma. El lugar era sencillo, con pasillos estrechos, paredes descascaradas y un olor penetrante a medicamentos y café rancio.
Las habitaciones albergaban tres o cuatro camas cada una, con ventiladores antiguos colgando del techo y sillas de ruedas arrinconadas. A pesar de todo, había cierto orden. Se notaba que quienes trabajaban allí se esforzaban por mantener el lugar digno. Mientras caminaban, Javier escuchaba con atención las historias que don Pepe le contaba. La mayoría de los residentes no tenían familia.
Algunos habían sido abandonados, otros simplemente olvidados. Javier tomaba nota mental de lo que faltaba: colchones nuevos, ventiladores, medicinas. Al final del pasillo, se detuvo en seco. A unos metros, junto a una ventana, había una mujer en una silla de ruedas.
No hacía nada, solo contemplaba la lluvia. Su pelo era completamente blanco, recogido en una trenza gruesa que caía sobre su hombro. Estaba delgada, con un jersey azul tejido a mano y una manta sobre las piernas. Pero no fue eso lo que llamó la atención de Javier, sino su rostro.
Había algo en aquella mujer que le resultaba extrañamente familiar, aunque no lograba explicar qué. Al verla, sintió un golpe en el pecho. Se acercó despacio, sin decir palabra. La mujer no se inmutó. Parecía perdida en otro mundo. Javier se inclinó ligeramente, intentando ver mejor su cara.
Entonces ella giró la cabeza hacia él, lo miró directamente a los ojos y, aunque su mirada era borrosa y su expresión cansada, sus labios temblorosos pronunciaron una palabra suave pero clara:
*Javiercito.*
El corazón de Javier se aceleró. Dio un paso atrás. No sabía qué acababa de ocurrir. ¿Lo había oído bien? ¿De verdad había dicho eso? Nadie lo llamaba así desde que era un niño. Era el apodo que solo usaban su madre y la señora que lo cuidaba de pequeño. Tragó saliva y volvió a acercarse. Se agachó para ponerse a su altura.
—Perdone, ¿qué ha dicho?
La mujer lo miró sin responder. Parpadeaba lentamente, como si estuviera entre el sueño y la vigilia.
—¿Me conoce? —preguntó él, incapaz de disimular el nerviosismo que lo invadía.
Ella alzó ligeramente su mano temblorosa y le tocó el rostro. Sus dedos apenas rozaron su mejilla, como si dudara de que fuera real.
—*Javiercito* —repitió, esta vez con un tono más bajo pero igual de claro.
Javier se quedó paralizado. Miró a don Pepe, que estaba detrás de él, también sorprendido.
—¿Quién es ella? —preguntó Javier sin apartar los ojos de la mujer.
Don Pepe se rascó la cabeza.
—Llegó hace unos treinta años. Nadie sabía su nombre. Fue un caso raro. La encontraron en la calle, desorientada, sin papeles, casi sin hablar. Desde entonces ha estado aquí. Nunca recibió visitas, nunca dijo cómo se llamaba.
Javier se arrodilló frente a ella. Su mente iba a mil por hora. Quería interrogarla, sacudirla, pero no podía. Era evidente que algo no andaba bien.
—¿Cómo se llama? ¿Tiene algún nombre aquí?
—Le decimos doña Carmen, pero la verdad es que nunca supimos si ese era su nombre real. Así la registraron cuando la trajeron.
Javier volvió a mirar a la mujer. Respiró hondo. Algo dentro de él gritaba que aquello no era una coincidencia.
Ese rostro, esos ojos, ese gesto cuando le tocó la cara… Era como ver de nuevo a alguien que había soñado mil veces. Pero no tenía sentido. Su madre había desaparecido cuando él era un niño. Si esa mujer llevaba allí treinta años, encajaba en la línea de tiempo. Pero era absurdo.
—¿Puedo hablar con el médico?
—Claro, joven Mendoza. Ahora mismo lo llamo.
Javier se quedó allí, inmóvil, sin saber si quería llorar, salir corriendo o abrazarla. Ella ya no decía nada. Había vuelto a mirar por la ventana, como si la lluvia le estuviera susurrando un secreto.
Él clavó la vista en su rostro y, por primera vez en años, sintió miedo. No por ella, sino por lo que aquello podía significar. Porque si estaba en lo cierto, la historia de su familia estaba a punto de cambiar para siempre.
Minutos después, llegó la médico de turno, una mujer de unos cincuenta años con bata blanca y gafas colgando del cuello. Se presentó como la doctora Morales.
—¿Ella tiene algún diagnóstico? —preguntó Javier sin rodeos.
—Según los registros, tiene un deterioro cognitivo severo. Nunca logramos hacer un diagnóstico completo porque no colabora mucho. Cuando llegó, el médico que la atendió anotó que probablemente había sufrido un trauma fuerte y nunca dio detalles sobre su identidad. Por eso la registramos como Carmen NN.
Javier se frotó la cara.
—Mire, doctora, no estoy aquí solo como donante. Creo que esa mujer podría ser mi madre.
La doctora lo miró con los ojos muy abiertos.
—¿Cómo dice?
—Mi madre desapareció hace treinta años. Esta mujer tiene su mirada, sus gestos y acaba de decirme cosas que nadie más podría saber. Necesito ver sus registros, fotos, cualquier cosa que tengan.
—Hay un archivo, pero está muy desordenado. Muchos papeles se perdieron con las mudanzas.
—Búsquelo. Cualquier cosa.
La doctora se fue. Javier volvió junto a la mujer. Ahora estaba adormilada en su silla, con la cabeza inclinada. Se veía frágil, como si su cuerpo pesara demasiado.
La observó en silencio. Todo en ella le resultaba familiar: la piel, el cuello, la formaJavier tomó su mano, sintió el frágil peso de los años en sus huesos, y supo que, aunque la verdad había tardado en llegar, finalmente podría devolverle a su madre el nombre y la vida que le habían robado.