Hace muchos años, en un pueblo de Castilla, un hombre adinerado visitó un asilo de ancianos para hacer una donación. Lo que parecía un acto sencillo se convirtió en el momento que cambiaría su vida para siempre. Aquel día, encontró a su madre, desaparecida tres décadas atrás.
Diego Herrera bajó del coche con las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo. Caía una llovizna persistente, de esas que parecen no tener fin. El chófer le ofreció un paraguas, pero él lo rechazó con un gesto. Avanzó con paso firme hacia la entrada del asilo, sin importarle la lluvia. El lugar lucía humilde, con un letrero oxidado que apenas dejaba leer *Residencia Santa Ana*. Era la tercera que visitaba ese mes, como parte de un programa de caridad creado en memoria de su madre.
Llevaba años donando a hospitales, orfanatos y escuelas. No buscaba reconocimiento ni aplausos. Lo hacía porque, de algún modo, eso la mantenía cerca. Su madre había desaparecido cuando él tenía doce años. Salió a comprar al mercado y nunca regresó. La policía investigó, pero no hubo pistas, ni testigos, ni una sola llamada.
Su padre murió poco después, y él fue criado por sus tíos. Creció entre riquezas, pero también entre silencios y preguntas sin respuesta. Ahora, con cuarenta y dos años, dueño de varias empresas y con más dinero del que jamás gastaría, seguía arrastrando ese vacío. Por eso estaba allí.
Al entrar, saludó al encargado, un hombre bajito de pelo cano llamado don Jorge. Le explicó que no había avisado con anticipación porque quería ver el lugar tal cual era, sin preparativos. Don Jorge no se molestó y lo acompañó a recorrer las instalaciones.
Los pasillos eran estrechos, las paredes descascaradas, y el aire olía a medicina y café rancio. Había habitaciones con varias camas, ventiladores viejos y sillas de ruedas arrinconadas. Aun así, se notaba el esfuerzo por mantener dignidad en aquel lugar. Mientras caminaban, don Jorge le contó que muchos ancianos no tenían familia: algunos habían sido abandonados, otros, simplemente olvidados.
Al final del pasillo, Diego se detuvo en seco. Junto a una ventana, una mujer estaba sentada en una silla de ruedas, contemplando la lluvia. Llevaba el pelo blanco recogido en una trenza, un suéter azul tejido a mano y una manta sobre las piernas. No era su aspecto lo que lo dejó paralizado, sino su rostro. Había algo en él que le resultaba familiar, aunque no sabía qué.
Se acercó lentamente. Ella no se movió, como si estuviera en otro mundo. Diego se inclinó para verla mejor, y entonces, ella giró la cabeza y lo miró a los ojos. Sus pupilas estaban nubladas por la edad, pero en sus labios temblorosos surgió una palabra clara:
—Dieguito.
Su corazón se aceleró. Dio un paso atrás, incrédulo. Nadie lo llamaba así desde niño. Solo su madre y la anciana que lo cuidaba de pequeño. Tragó saliva y se acercó de nuevo, agachándose a su altura.
—Perdón, ¿qué ha dicho?
Ella no respondió, solo lo observaba con una mirada entre dormida y despierta.
—¿Me conoce? —preguntó él, sin disimular el temblor en su voz.
La mujer alzó una mano temblorosa y rozó su mejilla. Un gesto leve, como si dudara de que fuera real.
—Dieguito —repitió, más suave pero igual de clara.
Diego giró hacia don Jorge, también sorprendido.
—¿Quién es ella?
—Llegó hace treinta años. Nadie sabe su nombre. La encontraron en la calle, desorientada. Nunca recibió visitas.
—¿Cómo la llaman aquí?
—Doña Luisa, pero no sabemos si es su verdadero nombre.
Diego volvió a mirarla. Su mente trabajaba a mil por hora. Algo en su interior le decía que aquello no era casualidad. Esa mirada, ese roce en la mejilla… Era como si el tiempo se hubiera detenido.
Pidió hablar con el médico del lugar. Mientras esperaba, se quedó junto a la mujer, sin saber si llorar, huir o abrazarla. Ella volvió a contemplar la lluvia, como si no hubiera pasado nada. Pero él ya no podía ignorar la verdad que se abría paso en su corazón.
Si aquella mujer era su madre, la historia de su familia cambiaría para siempre.
(Continuaría…)