La tarde pintaba tranquila en la terraza de aquella lujosa mansión madrileña hasta que la carcajada de Verónica, estridente como un motor en plena siesta, rompió el silencio. Señalando con el dedo a Pilar, la empleada del hogar que arrastraba un enorme saco de basura, soltó con voz de hielo: “Tu vida cabe en ese contenedor, cariño.”
El aire se volvió más espeso que un gazpacho mal batido. Los ojos de Pilar brillaron, pero como buena española, aguantó el tipo. Apretó los labios, carraspeó un “buenos días” irónico y siguió caminando como si llevara tacones en vez de zapatillas de fregar. Llevaba años tragando sapos, pero ese comentario sabía a bilis.
Verónica, más tiesa que un rodillo de amasar, se encaramó en sus Louboutins y soltó una risita de esas que hielan hasta el café con leche. Creía que con su bolso de 3.000 euros y su acento de barrio chic marcaba territorio. Lo que no sabía es que su novio, Álvaro —el heredero de una fortuna que daba para comprar media Castilla—, la observaba desde atrás con la cara más larga que la cola del INEM.
Álvaro, que hasta ese momento pensaba que Verónica solo era un poco *esnob* (como decir que el toro es un poco bruto), sintió que le hervía la sangre. En Pilar no veía a “la chica de la limpieza”, sino a una mujer que le recordaba a su abuela, la misma que le enseñó que el respeto no pesa pero vale más que todo el oro de Bankia.
Verónica, más ajena que un guiri en una verbena, se giró hacia Álvaro buscando refuerzos: “Cari, ¿has visto cómo arrastra los pies? Parece una cucaracha con ese trapo de fregar. ¡Que alguien le compre unas deportivas de verdad!” Esperaba una risa complaciente, pero Álvaro estaba más serio que un juez de Toledo. Los invitados, incómodos, miraron para otro lado como si de pronto el suelo de mármol les interesara más que un derbi Barça-Madrid.
Pilar dejó la bolsa, se ajustó el delantal y, con una calma que cortaba más que un cuchillo jamonero, dijo: “Señorita, igual mi sueldo no llega para sus zapatos, pero esta casa brilla porque yo froto hasta que me salen ampollas. No pido medallas, pero tampoco limosnas de dignidad.”
Verónica se puso más colorada que un pimiento de Lodosa. “¿Ahora me das lecciones? ¡Aquí la que manda soy yo, y tú eres un mueble con escoba!” —vociferó, mientras los demás pensaban en inventar una excusa para irse corriendo antes de que estallara la tercera guerra civil.
Pilar no lloró; en España lloramos con el fútbol, no con los malos jefes. Pero Álvaro ya había tenido suficiente. Dio un paso al frente, más frío que un helado de limón en enero. Cada palabra de Verónica le quitaba las ganas de invitarla ni a un chato de vino. Y al ver a Pilar, firme como una roca, entendió que hay cosas que el dinero no compra… como saber que en esta vida, al final, todos acabamos barriendo nuestros propios mocos.