Un héroe humilde lo perdió todo por salvar una vida, pero al día siguiente su destino cambió para siempre.

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El calor en Sevilla en pleno agosto no es solo calor; es una presencia agobiante que se pega a la piel y sofoca cada respiro. En el Polígono Industrial de La Rinconada, el asfalto parecía fundirse bajo el sol de las tres de la tarde, creando espejismos que burlaban la vista pero no al cuerpo. Dentro del «Taller Delgado», el termómetro marcaba cuarenta y cinco grados. El aire olía a aceite quemado, goma y sudor de hombres exhaustos.

Antonio Ruiz se secó la frente con el antebrazo, dejando una mancha de grasa en su piel curtida. Llevaba seis horas bajo un viejo SEAT Ibiza que parecía haber sobrevivido a una batalla, luchando con una transmisión rebelde como una mula. Sus nudillos sangraban, sus uñas estaban negras y su espalda protestaba. Pero Antonio no se quejaba. No podía permitírselo.

—¡Ruiz! —rugió una voz cortando el ruido de las herramientas—. ¿Vas a tardar toda la tarde con ese cacharro? ¡El cliente llega en una hora!

Ramón Delgado, el dueño, observaba desde su oficina con aire acondicionado. Llevaba una camisa impecable que contrastaba con la mugre de sus empleados. Era un hombre bajo con un ego enorme, un tirano que disfrutaba humillando a quienes dependían de él.

—Casi está, don Ramón —dijo Antonio, saliendo del coche—. Solo era un perno atascado.

—Menos excusas —espetó Ramón, mirando su reloj de oro—. Hay una cola de chavales que harían tu trabajo por la mitad. No eres imprescindible.

Antonio apretó los dientes. Era el mejor mecánico del taller, pero Ramón tenía razón en una cosa: la necesidad. Tenía cuarenta años, una hipoteca en el Cerro Blanco y tres hijos: Pablo, que necesitaba gafas; Lucía, que soñaba con estudiar; y el pequeño Adrián, que empezaba el cole. Su mujer, Carmen, limpiaba oficinas en la Avenida de la Constitución. El miedo a perderlo todo lo mantenía callado.

Al salir a tomar aire, vio a una niña en la acera, vestida de uniforme escolar, tambaleándose. Antes de que pudiera reaccionar, la pequeña se desplomó. Antonio corrió hacia ella. Estaba pálida, los labios morados.

—¡Llama a una ambulancia! —gritó a los trabajadores de enfrente, pero nadie se movió.

Sin pensarlo, la levantó y corrió hacia su furgoneta.

—¡Ruiz! ¿Adónde vas? —Ramón apareció en la puerta, furioso—. ¡Si te vas, no vuelvas!

Antonio lo miró con ojos que ardían.

—Fírmeme el finiquito, entonces. Prefiero ser pobre que como usted.

Arrancó la furgoneta, esquivando el tráfico de la SE-30, mientras hablaba a la niña para que no se durmiera. Un guardia civil, al ver la urgencia, lo escoltó con sirena hasta el Hospital Virgen del Rocío.

—¡Necesito un médico! —gritó al entrar.

La niña, Sofía, tenía una cardiopatía no diagnosticada. Había llegado justo a tiempo.

Horas después, sus padres, los empresarios Marta y Javier Méndez, llegaron llorando. Javier, el dueño de una cadena de hoteles, le ofreció un cheque en blanco.

—No lo hice por dinero —rechazó Antonio.

Al día siguiente, Javier clausuró el taller de Ramón por irregularidades y ofreció a Antonio dirigir uno nuevo: «Talleres Ruiz».

Un mes después, Sofía, ya recuperada, visitaba el taller con sus padres.

—¡Tío Antonio! —gritó, abrazándolo.

Ramón Delgado, sin trabajo, acabó en un lavadero de coches. Esa noche, Antonio cenó con su familia y los Méndez. Brindaron, y mientras veía a sus hijos reír con Sofía, entendió algo: hacer lo correcto, aunque parezca un sacrificio, siempre trae su recompensa. La bondad, al final, es la mejor inversión.

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