Pasaban personas a su lado, pero nadie se detuvo. Ni la ejecutiva con prisa, ni el chico con auriculares, ni siquiera el taxista, que solo echó un vistazo rápido antes de seguir su camino.
El bebé suspiró débilmente, sus ojos se nublaron y sus labios tomaron un tono azulado. Lucía temblaba de frío y miedo mientras su hijo apretaba su mano con fuerza, sintiendo la indiferencia del mundo.
De repente, un BMW negro frenó en la acera con un chirrido. Del coche bajó un hombre con traje oscuro, pelo impecable y una expresión tallada en piedra.
Era Alejandro Herrera, el empresario más temido de España, dueño de una fortuna de cuatro mil millones de euros y con una reputación inquebrantable.
Nadie esperaba compasión de él. Pero en ese instante, el hombre que parecía incapaz de sentir amor, vio algo especial en los ojos de Lucía: un amor tan puro y desinteresado que solo podía ser real.
Agotada, Lucía cayó a sus pies. “Por favor—suplicó con voz temblorosa—, salve a mi hijo. No tengo nada más en este mundo”.
Alejandro la miró, y ese instante se alargó eternamente. Luego, con un gesto que cambiaría sus vidas, se inclinó y la levantó.
“Levántate—dijo con firmeza—. Ahora tu hijo es también mi hijo”.
Sin más palabras, cargó a Lucía y al bebé, los metió en el coche y arrancó a toda velocidad hacia el Hospital La Paz.
El motor rugía, la lluvia golpeaba el parabrisas. Lucía lloraba en silencio, abrazando a Pablo con fuerza mientras Alejandro conducía como si sus vidas dependieran de ello.
“¿Vivirá, verdad?—preguntó Alejandro sin apartar los ojos de la carretera.
“No lo sé—sollozó Lucía—. Por favor, no puede morir”.
En el asiento trasero, el bebé respiraba con dificultad. Alejandro pisó el acelerador, adelantó coches e ignoró semáforos. En menos de siete minutos llegaron a urgencias.
El millonario salió del coche con el niño en brazos y gritó: “¡Necesitamos ayuda! ¡El niño no respira!”.
Los médicos actuaron rápido, colocaron al bebé en una incubadora móvil. Lucía intentó seguirlos, pero una enfermera la detuvo: “Espere aquí, por favor”.
Alejandro tomó su mano. “No temas, harán todo lo posible”.
Lucía miró sus ojos llenos de determinación. “¿Por qué hace esto?”
Alejandro dudó. En su mirada vio algo que le recordó a sí mismo de niño: un chico solo en un orfanato, esperando que alguien lo salvara. “Porque cada niño merece una oportunidad—respondió con calma—”.
Mientras esperaban, Alejandro le puso su abrigo sobre los hombros. Después llamó a su asistente: “Roberto, tráele ropa seca, talla 12, y comida caliente. Ahora”.
Lucía lo miró incrédula. “¿Usted quién es?”
“Alguien que quiere ayudar—respondió él—. ¿Cómo te llamas?”
“Lucía. Mi hijo es Pablo, tiene tres meses y es todo lo que tengo”.
De pronto, Alejandro sintió un impulso de protegerla. El hombre que construyó un imperio con números y contratos, por primera vez, sintió algo cercano al calor humano. “Pablo estará bien—aseguró—. Lo prometo”.
Los médicos salieron. “El niño está grave, necesita cirugía inmediata—dijo el cirujano—. Los gastos serán altos”.
“Yo me encargo—interrumpió Alejandro—”.
“Al menos 200.000 euros—advirtió el médico—”.
“Dije lo que pagaré—reafirmó el millonario—”.
Lucía contuvo las lágrimas. “¿Por qué lo hace?”
Alejandro la miró y, por primera vez en años, dejó que algo real lo atravesara. “Porque yo también fui un niño que necesitó ayuda y nadie vino”.
“Cada vida vale la pena. Y esa es mi razón”.
Mientras operaban a Pablo, Lucía contó su historia: “Tengo 22 años. Quedé embarazada en la universidad. El padre se fue. Mis padres me echaron de casa. Trabajo de camarera de noche y estudio de día. Hace una semana, Pablo empezó con problemas respiratorios. Gasté todos mis ahorros. Hoy fui a pedir ayuda a mis padres… pero cerraron la puerta”.
Alejandro escuchó en silencio, sintiendo una rabia desconocida. “¿Dónde vives?”
“En una habitación de 10 metros en Lavapiés, compartida con otras tres familias y un baño común”.
El millonario imaginó a esta joven estudiando con un bebé, luchando cada día por sacarlo adelante.
“Lucía—preguntó—, si Pablo se recupera, ¿qué vida querrías?”
“Terminar mis estudios, ser maestra, darle un hogar digno…”.
“¿Y si te digo que puedo hacerlo realidad?”
Ella lo miró confundida.
“Trabaja para mí. Te pagaré los estudios, una casa y el futuro de Pablo”.
“No aceptaré caridad—replicó ella—”.
“No es caridad—dijo él—. Es una inversión. Necesito a alguien que me recuerde lo que vale luchar por algo”.
En ese momento, el cirujano salió sonriendo. “El niño está fuera de peligro”.
Lucía se abrazó a Alejandro, llorando de alivio. Él la sostuvo fuerte, sintiendo una felicidad mayor que cualquier éxito en los negocios.
Tres semanas después, Lucía y Pablo se mudaron a un piso en Chamberí, pagado por Alejandro: dos habitaciones, cocina moderna y vistas al parque. Un mundo distinto a Lavapiés.
El millonario cubrió sus estudios, le dio un trabajo parcial en su empresa y contrató una niñera. Ninguno imaginó cuánto cambiarían sus vidas.
Alejandro pasaba cada día con ellos—formalmente, para supervisar, pero en realidad buscando el calor de una familia. Ver a Lucía estudiar, oír reír a Pablo… todo valía más que cualquier negocio.
“¿Por qué hace todo esto?—preguntó Lucía una noche, cocinando juntos.
Alejandro dudó. ¿Cómo explicar que ella le dio lo que nunca tuvo? “Porque me salvaste”.
“¿Nosotros? Tú salvaste a Pablo”.
“No—confesó él—. Tú me salvaste de ser un hombre rico… pero vacío”.
Ella lo miró con ternura. “¿Qué te pasó? ¿Por qué tienes miedo de amar?”
Esa noche, Alejandro contó su pasado: el orfanato, la soledad, su decisión de nunca depender de nadie.
“No sé amar—admitió—. Nadie me enseñó”.
Lucía tomó su mano. “El amor es algo que podemos aprender juntos”.
Seis meses después, la vida de Alejandro era distinta. Su lujoso piso en Salamanca estaba lleno de juguetes.
Lucía terminó sus estudios con honores y trabajaba en su empresa dirigiendo proyectos sociales. Pablo, de nueve meses, gateaba feliz, llamándolo “papá”, derritiendo su corazón.
Pero hubo obstáculos. La familia de Lucía apareció, exigiendo dinero. La prensa especuló sobre el poderoso empresario y la madre soltera.
Los accionistas murmuraban. “Tal vez deba irme—dijo Lucía—. Arruinaré tu reputación”.
“¿Mi reputación?—replicó él—. Antes eras un hombre sin alma. Ahora sé que la vida no es solo dinero. Si eso arruina mi nombre, construiré otro”.
“¿Y la empresa?”
“Que hagan lo que quieran. No renunciaré a mi felicidad”.
Lucía lo miró con lágrimas. “¿Qué sientes por nosotros?”
Él vio a Pablo dormido en sus brazos.
“Los amo—confesó—.Y así, entre risas de niño y miradas cómplices, descubrieron que la mayor fortuna no estaba en los bancos, sino en los abrazos que se daban cada noche.