PARTE 1: LA TRANSACCIÓN
“Esto son cincuenta euros.”
Eso fue todo lo que dijo. Su voz era frágil, temblorosa, como un carillón de viento atrapado en una tormenta.
El parque estaba casi vacío, salvo por los esqueletos de hojas otoñales arrastrándose sobre el adoquín. Yo estaba sentado en un banco verde y descascarado, cerca de la fuente seca, mirando al suelo agrietado. Me llamo Javier Márquez. Tengo treinta años. Dirijo un conglomerado tecnológico valorado en miles de millones. Y hace tres horas, vi cómo el ataúd de caoba de mi padre descendía a la tierra húmeda y no sentí… absolutamente nada.
Ni tristeza. Ni alivio. Solo un silencio vasto y hueco.
Mi padre fue un titán de la industria, un hombre que movía mercados con un susurro, pero era un fantasma en su propia casa. Le enseñé cómo absorber una competencia, cómo recortar gastos, cómo dominar una sala de juntas. Pero nunca me enseñó a mantener una conversación que no fuera una negociación. Nunca me enseñó a ser humano. Su funeral fue eficiente, caro y frío. Como él.
Me aflojé la corbata de seda, sintiéndome el hombre más pobre del mundo a pesar de la fortuna de nueve cifras en mis cuentas. Estaba completamente, irremediablemente solo.
Hasta que la vi.
Una niña pequeña, de cuatro o cinco años, con rizos rubios rebeldes bajo una diadema rosa de plástico. Llevaba un vestido lleno de girasoles, ya desgastado, y zapatillas con las puntas raspadas. Se acercó directamente a mí, agarrando su “bolso” de cartón y cinta plateada.
“Hola”, anunció, con la barbilla alta, aunque sus ojos bailaban nerviosos. “Tengo cincuenta euros. Solo necesito un papá por un día.”
Parpadeé, la niebla de mi apatía se rasgó un instante. “¿Perdona?”
Manoseó la solapa de cinta de su bolso y lo vació junto a mí en el banco. No era un billete de cincuenta. Era un montón de arrugados billetes de uno, algún cinco y una pila pesada de monedas.
“Lo ahorré”, dijo, señalando con su dedo manchado de tierra. “Dinero del Ratoncito Pérez. Lo que me dio la abuela antes de irse al cielo. Hasta las monedas que encontré en el sofá.”
Me incliné, apoyando los codos en las rodillas, mi traje italiano tirando ligeramente. “¿Por qué necesitas un papá, pequeña? ¿Y por qué le preguntas a un desconocido?”
Bajó la mirada a sus zapatillas, retorciendo la punta contra el polvo. “Porque los niños del parque… dicen: ‘Lucía no tiene papá para empujarla en el columpio’. Lo repiten siempre. Dani dice que los papás te levantan para las barras. Pero pensé… que con cincuenta euros… quizá alguien como tú podría fingir. Solo hoy. Como en los anuncios. Los papás te cogen de la mano. Te compran helado. No se van.”
Me quedé helado. El aire escapó de mis pulmones.
Miré sus manitas ásperas contando su tesoro. Cincuenta euros. Para mí, menos que un error de redondeo. Para ella, era todo su imperio. Todo lo que tenía en el mundo.
De pronto, recordé tener siete años, parado ante las rejas de mi colegio privado, la lluvia calándome la chaqueta, esperando un coche que llegó tres horas tarde porque mi padre “cerraba un trato”. Recordé el dolor en el pecho, el deseo ardiente de ser elegido. Que alguien me eligiera.
Tragué saliva, con un nudo de cristales rotos en la garganta.
“No tienes que pagarme”, susurré. Cerré su monedero de cartón. “Guárdalo.”
Su cara se desmoronó, el labio temblando. “¿No es suficiente? Puedo conseguir más. Tengo una hucha en casa…”
“No”, dije, con la voz quebrada. “Es demasiado. Quédate tu dinero. Yo soy caro, pero por ti… hoy soy gratis.”
Sus ojos brillaron, llenos de lágrimas repentinas. “¿De verdad? ¿Serás mi papá hoy?”
Me levanté, sacudiendo el polvo del pantalón. Extendí una mano. “Sí. Solo hoy. Soy Javier.”
Ella me agarró la mano. Su agarre era sorprendentemente fuerte. “Yo soy Lucía. Lo primero”, declaró, la tristeza desapareciendo al instante, reemplazada por la ferocidad de un general, “es helado. Dos bolas. Con virutas.”
PARTE 2: EL DÍA QUE EL MUNDO SE DETUVO
Pasamos las siguientes seis horas haciendo todo lo que yo me había perdido de niño.
Fuimos a la heladería de la Calle Mayor. Le compré el cucurucho más grande— chocolate y fresa con virutas de colores. Lo tenía en la nariz. En el vestido. Se reía, un sonido tan puro que parecía limpiar la mugre de mi alma.
Fuimos al parque. La empujé en el columpio hasta que me ardieron los brazos.
“¡Más alto, papá! ¡Más alto!”, gritaba.
La palabra “papá” me golpeaba cada vez que la decía. Me aterraba y me electrizaba. Los otros padres nos miraban. Un hombre con un traje de tres mil euros empujando a una niña de vestido gastado. Pensarían que era un padre divorciado comprando cariño. No sabían que era un fraude.
Pero durante esas horas, no era un CEO. No era el “Tajador” de la tecnología. Era el papá de Lucía.
Dimos de comer a los patos. Perseguimos palomas. Nos sentamos en el césped y ella me habló de su vida. Su madre trabaja dos turnos. Viven en un edificio donde el ascensor huele a pis. Quiere ser astronauta para encontrar a su abuela.
“¿Tú tienes papá?”, me preguntó, mordisqueando un gusanito.
“Lo tuve”, dije, mirando al cielo. “Lo enterré hoy.”
Dejó de masticar. Se subió a mi regazo y me abrazó con sus brazos pegajosos. “Lo siento”, susurró. “¿Era un buen papá?”
“Era… un papá ocupado”, dije.
“Está bien”, dijo, acariciándome la mejilla. “Tú eres buen papá. Me subes muy alto.”
Al atardecer, la fantasía se desvaneció. El aire se enfrió.
“Tenemos que irnos”, dijo Lucía en voz baja. “Mamá vuelve pronto.”
Caminamos a su barrio. Un contraste brutal con la urbanización cerrada donde crecí. Pintura descascarada, rejas en las ventanas, sirenas a lo lejos. Subimos a una casa dividida en pisos diminutos.
La puerta se abrió de golpe.
Una mujer joven, de unos treinta, con uniforme de camarera exhausto. El pelo recogido en un moño desordenado. Sus ojos, salvajes de pánico.
“¡Lucía!”, gritó, arrancándola hacia sí. Se interpuso, protegiéndola. Me miró con ojos de fiera acorralada. “¿Quién es usted? ¿Qué hace con mi hija?”
Levanté las manos. “Señora, por favor, no he—”
“¡Mamá!”, chilló Lucía, asomándose. “¡Encontré un papá de verdad! ¡Le contraté! ¡Ni siquiera cogió los cincuenta euros!”
La mujer, Ana, se paralizó. Miró de Lucía a mí. Vio mi traje, mi reloj, la corbata de luto. Vio la cara de Lucía, manchada de helado, radiante.
Los hombros de Ana cayeron. “Lucía… no puedes… encontrar hombres en el parque.”
“Lo siento”, diY hoy, diez años después, mientras camino a Lucía por el pasillo en su boda, el mismo hombre que no derramó una lágrima en el funeral de su padre, llora sin control, porque al fin entendió que la familia no se construye con sangre, sino con los cincuenta euros rotos que un alma pequeña le ofreció en un parque vacío.