**Diario Personal – Alejandro García**
Hoy llegué a casa antes de lo habitual. Normalmente, después de las reuniones en Madrid, no vuelvo hasta pasadas las nueve, cuando todos duermen. Pero hoy terminé pronto y decidí irme sin avisar. Al abrir la puerta de nuestra casa en La Moraleja, me quedé paralizado.
En medio del salón, Sofía, nuestra empleada de 27 años, estaba arrodillada en el suelo, limpiando con un trapo. Pero no era eso lo que me impactó. Era la escena junto a ella. Mi hijo, Pablo, de solo cuatro años, sostenía otro trapo y, aunque apenas se sostenía sobre sus muletas lilas, intentaba ayudarla.
—Tía Sofía, yo puedo limpiar esta parte —dijo el niño, estirando su pequeño brazo.
—No te preocupes, cariño, ya has ayudado mucho —respondió ella con una dulzura que nunca antes le había escuchado—. Siéntate en el sofá mientras termino.
—Pero quiero hacerlo —insistió Pablo, reajustándose en las muletas—. Tú siempre dices que somos un equipo.
Me quedé en la entrada, oculto, conmovido por algo que no sabía definir. Pablo sonreía, algo que rara vez veía en casa.
—Vale, mi ayudante, pero solo un poco más —cedió Sofía.
Fue entonces cuando Pablo me vio. Sus ojos azules brillaron, aunque con un destello de sorpresa y miedo.
—¡Papá! ¡Llegaste antes! —gritó, girándose tan rápido que casi se cayó.
Sofía se levantó de un salto, dejando caer el trapo. Se secó las manos en el delantal y bajó la mirada.
—Buenas noches, don Alejandro. No sabía que estaba en casa. Solo terminaba de limpiar… —balbuceó, nerviosa.
Yo seguía procesando lo que veía. Miré a Pablo, que aún sujetaba el trapo, y luego a Sofía, que parecía querer volverse invisible.
—Pablo, ¿qué haces? —pregunté, intentando mantener la calma.
—¡Ayudo a la tía Sofía, papá! ¡Mira! —avanzó tambaleándose hacia mí, orgulloso—. ¡Hoy aguanté casi cinco minutos de pie sin ayuda!
—¿Cinco minutos? —repetí, desconcertado—. ¿Cómo?
—La tía Sofía me enseña ejercicios —explicó Pablo, entusiasmado—. Dice que si practico, algún día podré correr como los demás niños.
El silencio llenó la habitación. Sentí un revoltijo de emociones: rabia, gratitud, culpa. Miré a Sofía, buscando respuestas.
—¿Ejercicios?
Ella levantó la vista, sus ojos oscuros llenos de temor.
—Don Alejandro, solo jugaba con él. Si quiere, me voy.
—¡La tía Sofía es la mejor! —interrumpió Pablo, interponiéndose entre nosotros—. Ella nunca se rinde cuando lloro porque me duele. Dice que soy fuerte como un torero.
Algo se cerró en mi pecho. ¿Cuándo había visto a mi hijo así de feliz?
—Pablo, vete a tu cuarto —dije con firmeza—. Necesito hablar con Sofía.
—Pero, papá…
—Ahora.
Obedeció, pero antes de subir, gritó:
—¡La tía Sofía es la persona más buena del mundo!
Nos quedamos solos. Noté que sus pantalones estaban mojados en las rodillas, y sus manos, enrojecidas de tanto fregar.
—¿Desde cuándo haces esto con él?
—Desde que empecé a trabajar aquí, hace seis meses. Pero lo hago en mi tiempo libre, cuando termino mis tareas.
—No te pagan por eso.
—No, y no lo pido. Me gusta estar con Pablo. Es especial.
—¿Especial?
Ella sonrió, por primera vez.
—Es valiente, don Alejandro. Aunque le duela, no se rinde. Y tiene un corazón enorme.
La presión en mi pecho regresó. ¿Cuándo fue la última vez que vi esas cualidades en mi hijo?
—Mañana quiero ver esos ejercicios —dije al fin.
Esa noche, mientras Pablo dormía, cancelé todas mis reuniones.
Al día siguiente, me desperté temprano. Sofía ya estaba en la cocina haciendo desayuno.
—¿Panqueques? —pregunté—. No sabía que le gustaban.
—Los lunes son sus favoritos —respondió—. Dice que le dan energía para entrenar.
Mientras Pablo desayunaba, charlaba con Sofía como si fueran viejos amigos. Me habló de cómo ya subía escalones sin muletas.
En el jardín, vi cómo Sofía lo guiaba con paciencia. Pablo logró mantenerse de pie treinta segundos sin apoyo. Cuando casi se cayó, Sofía lo sostuvo.
—¡Lo hice, papá! —gritó, radiante.
Esa tarde, le propuse a Sofía algo que cambiaría todo:
—Quiero que seas su terapeuta oficial. Pagaré tu formación en fisioterapia.
Ella lloró.
—¿Por qué hace esto?
—Porque anoche entendí que casi pierdo a mi hijo. Y tú me ayudaste a encontrarlo.
Los meses pasaron. Pablo progresó. Corrió por primera vez en su graduación escolar, dedicándoselo a Sofía.
Hoy, años después, Sofía dirige su propio centro de terapia. Pablo, ahora sin muletas, ayuda a otros niños.
A veces, los ángeles no tienen alas. Llegan con un delantal y un corazón dispuesto a amar.
Y así, lo que empezó como un día cualquiera se convirtió en la lección más importante de mi vida: la familia no se construye con dinero, sino con presencia. Y a veces, las personas que menos esperamos son las que nos enseñan a ser mejores.