La lluvia caía suavemente sobre las tumbas de mármol en el Cementerio de la Almudena, difuminando los nombres grabados en la piedra. Los dolientes, vestidos de negro, sostenían paraguas inclinados como flores marchitas. Al frente, Eduardo apretaba la mano de su hija Lucía mientras miraba fijamente la lápida que llevaba el nombre de su esposa:
Isabella Márquez (1983–2025)
Habían pasado seis semanas desde el “accidente”. Los medios lo calificaron como una pérdida trágica, la muerte de la mujer conocida como “el alma detrás de Empresas Márquez”. Pero para Eduardo, Isabella no era un titular, sino su mundo. Él mismo había identificado su cuerpo carbonizado. Permaneció inmóvil en la morgue cuando le entregaron su anillo, aquel que nunca se quitaba.
Ahora, mientras la llovizna arreciaba, Eduardo sintió que el pecho se le oprimía una vez más. Casi no notó cuando una pequeña figura apareció entre las lápidas: una niña delgada, de unos once o doce años, con un impermeable amarillo descolorido. Sus zapatos crujían en la hierba mojada al detenerse a su lado.
—¿Señor Márquez? —dijo con una voz temblorosa.
Eduardo parpadeó, sobresaltado.
—¿Sí?
Los ojos de la niña se movieron nerviosos antes de clavarse en él.
—Su esposa… aún está viva.
Las palabras lo golpearon como un puñetazo. Por un instante, pensó que había escuchado mal. Luego, su rostro se endureció.
—¿Qué has dicho?
—La vi —susurró la niña con urgencia—. No está muerta. La tienen escondida en algún sitio. Tiene que ayudarla.
El dolor de Eduardo se transformó en ira.
—Esto no es un juego, niña.
—¡No miento! —exclamó ella—. ¡Me dijo su nombre: Isabella! ¡Y me pidió que la encontrase a usted!
Antes de que pudiera reaccionar, una voz lo llamó desde atrás. Eduardo se giró solo un segundo, y cuando volvió a mirar, la niña había desaparecido, como tragada por la lluvia.
Por primera vez desde la muerte de Isabella, su mente ya no estaba llena de dolor, sino de duda.
Esa noche, el sueño no llegó. Repasó cada detalle: el coche calcinado, los restos quemados, la investigación apresurada. Todo había sido demasiado perfecto. Y ahora, la voz de una desconocida resonaba en su cabeza: *Está viva*.
Al amanecer, su decisión estaba tomada. Llamó a Daniel Robles, su jefe de seguridad, un hombre que había trabajado en inteligencia.
—Necesito que reabras el caso —dijo Eduardo—. No como una muerte, sino como una desaparición.
Daniel frunció el ceño.
—¿Crees que Isabella sigue con vida?
Eduardo lo miró fijamente, la mandíbula tensa.
—No lo creo. Necesito saberlo.
Se volvió hacia la ventana, donde la lluvia escurría como lágrimas. En algún lugar, su esposa aún podía respirar, y alguien la estaba ocultando.
—Descubre quién —dijo con frialdad—. Y por qué.
Al cabo de horas, Daniel ya estaba trabajando. Había servido a Eduardo Márquez durante casi una década, leal y eficiente, pero nunca lo había visto tan consumido.
El despacho del magnate, normalmente impecable, parecía ahora un cuarto de guerra. Mapas del lugar del accidente, informes policiales y registros financieros cubrían el escritorio. En el centro, una foto de Isabella, sonriente, radiante, viva.
Daniel carraspeó.
—Sabes lo que esto implica, Eduardo. Si reabrimos el caso por nuestra cuenta, pisaremos muchos callos.
—No me importa —respondió Eduardo con frialdad—. Ya enterré a mi esposa una vez. No lo haré de nuevo sin estar seguro.
Daniel asintió.
—Entonces, empezamos desde cero.
En cuestión de horas, su equipo escarbó en cada registro de la noche del accidente. Lo que encontraron los dejó helados.
El forense que realizó la autopsia se había retirado abruptamente al día siguiente y se mudó fuera del país. Las fotografías del examen habían desaparecido de los archivos. La matrícula del vehículo siniestrado no coincidía con la de Isabella; el coche había sido cambiado tres días antes.
Era como si alguien hubiera reescrito la realidad cuidadosamente.
Daniel se reclinó, con expresión sombría.
—Si esto fue un accidente, fue demasiado bien planeado. Alguien quería que el mundo creyera que estaba muerta.
Las manos de Eduardo temblaban mientras observaba las pruebas.
—¿Pero por qué? ¿Quién haría algo así?
Daniel dudó antes de responder.
—Hay algo más. Rastreé transferencias de una de tus filiales, Inversiones Márquez Salud. Hicieron un pago grande y sin documentación hace seis semanas a una clínica privada en Zaragoza.
—¿Una clínica? —preguntó Eduardo.
—Una que atiende pacientes sin registro oficial —confirmó Daniel—. Gente que, legalmente, no existe.
El pulso de Eduardo se aceleró.
—Consígueme la dirección.
Dos días después, bajo una lluvia torrencial, llegaron a un edificio gris sin ventanas, escondido entre pinos. El letrero decía *Centro de Rehabilitación Santa María*, pero parecía más una fortaleza que un hospital.
Sin acceso autorizado, Daniel se hizo pasar por un inversor. Dentro, el aire olía a desinfectante y secretos. El personal evitaba el contacto visual, y los archivos estaban tras escáneres biométricos. Pero entonces, Eduardo vio algo que lo dejó sin aliento: en un tablón del pasillo, fotos de pacientes anónimos.
Entre ellas, una mujer pálida, inconfundible: Isabella.
El pelo más corto, más delgada, pero era ella.
—Está aquí —susurró.
Daniel tomó una foto rápida antes de que una enfermera apareciera.
—¿Puedo ayudarles? —preguntó con sospecha.
Eduardo forzó una sonrisa.
—No, gracias. Ya nos vamos.
En el coche, Daniel revisó la imagen.
—Esto es prueba. Pero si está aquí bajo otro nombre, alguien poderoso la mantiene oculta.
La mente de Eduardo ya trabajaba a toda velocidad.
—Quiero nombres de cada empleado, cada médico, cada registro de esa clínica. Alguien la ingresó, y descubriré quién.
Esa noche, al llegar a casa, encontró a Lucía despierta, sentada en las escaleras abrazando a su osito de peluche.
—Papá —susurró—, esa niña del cementerio volvió.
Eduardo se quedó inmóvil.
—¿Qué te dijo?
Lucía lo miró con ojos asustados.
—Dijo que mamá te espera. Pero que tienes que darte prisa… antes de que la lleven otra vez.
El estómago de Eduardo se convirtió en hielo. Quienes fueran “ellos”, sabían que se estaba acercando.
Miró a Daniel y habló con voz apenas controlada:
—Mañana entramos, sin importar el riesgo.
A la mañana siguiente, Eduardo Márquez ya no era el magnate impecable. Era un marido desesperado, dispuesto a arrasar con todo con tal de salvar a la mujer que amaba.
Daniel lo había preparado todo. Dos todoterrenos sin identificar los esperaban antes del amanecer. El plan era sencillo: entrar con órdenes médicas falsas, encontrar a Isabella y sacarla antes de que nadie reaccionase.
Pero Eduardo sabía que nada era sencillo. Quien había fingido su muerte tenía dinero, poder e influencia… quizás hasta dentro de su propia empresa.
A las 6:00 a.m., llegaron. La niebla envolvía el bosque, amortiguando sus pasos mientras se acercaban a la entradaFinalmente, tras años de incertidumbre, Eduardo abrazó a Isabella bajo el sol de la mañana, sabiendo que ningún secreto ni conspiración podría separarlos de nuevo.