Toda la clase se rio cuando dije que mi madre era militar, pero dejaron de burlarse cuando ella entró en acción

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PARTE 1: LA HUMILLACIÓN
Empezó un martes. Los martes por la mañana en el Instituto Santa María olían a cera para suelos, pizza recalentada de la cantina y desesperación. Yo estaba sentada al fondo del aula de la señorita Martínez, intentando hacerme lo más pequeña posible, fundiéndome con el color beige del pupitre.

El trabajo era sencillo, o al menos eso parecía: «Historias profesionales». Teníamos que presentar un discurso de tres minutos sobre el trabajo de nuestros padres y llevar un «objeto representativo». Era el tipo de tarea que resaltaba las diferencias económicas del barrio, aunque los profesores nunca lo admitirían.

«Mi padre es jefe de cirugía en el Hospital La Paz», anunció Javier Martín, inflando el pecho. Levantó un estetoscopio como si fuera un cetro real. «Salva vidas todos los días».

«Mi madre es dueña de una inmobiliaria», dijo Lucía García, lanzando su melena hacia atrás. «Vende los pisos más caros del distrito».

Así fue pasando el turno. Médicos, abogados, ingenieros, gestores de fondos. Un desfile de sueldos de cinco cifras y vidas estables. Hasta que me tocó a mí.

«¿Elena? Te toca», dijo la señorita Martínez, mirándome por encima de sus gafas.

Me levanté con las rodillas temblando. Caminé hacia la pizarra, apretando una vieja moneda con el emblema de un tridente. No tenía PowerPoint. Ni un discurso pulido.

«Mi madre… mi madre está en la Armada», dije en voz baja.

«Más alto, Elena», me animó la profesora.

Respiré hondo, intentando imitar la firmeza que veía en los ojos de mi madre cuando creía que no la miraba. «Mi madre es miembro de la Unidad de Operaciones Especiales», dije, con la voz temblorosa pero clara. «Trabaja en misiones clasificadas».

El aula se quedó en silencio por un segundo. Ese silencio pesado que precede a la tormenta. Luego, estalló el caos.

«¡Venga ya!», gritó Javier desde la última fila, balanceándose en la silla con una sonrisa que me hizo hervir la sangre. «¡No hay mujeres en operaciones especiales! Eso no existe. ¿O es que vende pulpos en Galicia?».

La clase entera estalló en carcajadas. No eran risitas, eran risotadas afiladas que me atravesaron. Hasta la señorita Martínez soltó una risita nerviosa, como si pensara que me inventaba una fantasía para ocultar algo.

«Muy… imaginativa, Elena», dijo la profesora, señalando mi asiento. «Pero intentemos ser realistas en este trabajo».

«No miento», susurré, pero nadie me oyó entre las burlas.

«¿Y también lucha contra narcos en el Call of Duty?», se rió otro.

Me hundí en la silla, marcada como mentirosa. La cara me ardía. No lloré, mi madre me enseñó mejor que eso. «Controla la respiración, Elenita. El pánico es el enemigo», me decía. Pero la vergüenza quemaba más que cualquier dolor. Miré la moneda en mi mano, apretándola hasta que los bordes me clavaron en la palma.

Ellos no sabían nada de las noches largas. Ni de las veces que volvía a casa con vendas que intentaba esconder. No sabían que, mientras sus padres firmaban contratos o enseñaban pisos, mi madre estaba en lugares que no aparecen en los mapas, haciendo cosas que les darían pesadillas.

Pero no podía contarles eso. Solo podía aguantar.

PARTE 2: LA INCURSION
Al día siguiente, el ambiente en el instituto era denso. El cielo gris afuera reflejaba mi humor. Caminé por los pasillos con la mirada baja, evitando cruzar miradas con nadie. Oía los murmullos: «Ahí va la cuentista», «Pregúntale si su madre también vuela en cazas».

Estaba en clase de Historia, mirando por la ventana el aparcamiento mojado, cuando sonó el megafonía. No eran los anuncios habituales. Era un tono agudo y estático que hizo saltar a todos.

«Código Rojo. Confinamiento. Esto no es un simulacro. Repito, Código Rojo. Profesores, cierren las aulas».

La voz de la directora temblaba.

Las risas se cortaron de golpe. La sonrisa de Javier Martín se desvaneció. En segundos, el aula pasó de ser un sitio aburrido a una jaula de terror. La señorita Martínez dejó caer el rotulador.

«¡Vamos, al rincón! ¡Silencio!», susurró, cerrando la puerta con llave y apagando las luces.

Nos apiñamos en el fondo, un montón de piernas temblorosas y respiraciones agitadas. Algunas chicas lloraban en silencio. Javier hiperventilaba, abrazándose las rodillas.

Sentí un nudo frío en el estómago, pero, curiosamente, mi mente se aclaró. Evaluar. Adaptarse. La voz de mi madre otra vez. Escudriñé el aula. La puerta era de madera, endeble. Las ventanas daban a la calle. Éramos vulnerables.

Pasaron diez minutos. Parecieron diez años.

Entonces lo oímos.

Empezó como un rumor lejano, luego se convirtió en un estruendo rítmico. Botas pesadas. Muchas. Corriendo al unísono por el pasillo. ¡Pum-pum-pum-pum!

Se oyeron gritos a lo lejos, luego silencio.

«Vienen», susurró Lucía, con lágrimas en los ojos.

Los pasos se detuvieron frente a nuestra puerta.

Contuvimos la respiración. El picaporte no se movió. No llamaron.

¡BAM!

La puerta no se abrió: voló en pedazos. Saltó de sus goznes y golpeó la pizarra con un estruendo.

Seis figuras entraron como una tormenta. Eran aterradoras. Equipadas con cascos oscuros, chalecos antibalas, fusiles con miras láser que cortaban la penumbra como serpientes rojas.

«¡MANOS A LA VISTA!», rugió una voz tras una máscara. Era metálica, distorsionada, y no dejaba lugar a dudas.

Gritamos. No pudimos evitarlo. Esto era el fin.

El equipo se movió con precisión, registrando el aula. Eran una máquina. Uno de ellos, el líder, se acercó a nuestro grupo. El láser de su fusil apuntó al suelo, asegurando que no había peligro.

La figura se detuvo frente a mí. Los demás formaron un semicírculo, protegiendo la puerta.

El líder bajó el arma. Respiraba con fuerza, el sonido amplificado por el radio en su pecho. Se quitó el casco con un gesto rápido.

Una melena oscura y sudorosa cayó sobre sus hombros.

Era ella.

Su cara estaba embadurnada de pintura de camuflaje, sus ojos afilados escaneando el grupo hasta clavarse en los míos.

«¿Mamá?», chillé.

El silencio en el aula fue más pesado que el propio confinamiento. Javier tenía la boca abierta como un pez. La señorita Martínez parecía a punto de desmayarse.

Mi madre se arrodilló, ignorando los kilos de equipo que llevaba. «Elena. ¿Estás bien?».

«Sí… estoy bien», balbuceé. «¿Es real? ¿Hay un tirador?».

«Amenaza creíble en la zona. Estábamos entrenando cerca cuando sonó la alarma. No esperamos a la policía local», dijo, con voz militar y precisa. Me miró, revisándome en busca de heridas. Luego, observó al resto de la clase.

Su mirada se posó en Javier. Él se encogió contra la pared, como si quisiera esAl día siguiente, nadie volvió a burlarse de mí, y cuando saqué mi moneda en el recreo, brilló bajo el sol como una pequeña prueba de que, a veces, la verdad es más increíble que la ficción.

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