Su propio pueblo ignoró su sufrimiento. Una pandilla de moteros les abrió los ojos.

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**Miércoles, 10 de octubre**

El pueblo de Arroyo de la Paz, en la sierra de Madrid, se enorgullecía de dos cosas: sus impresionantes vistas a las cumbres nevadas de la Sierra de Guadarrama y la rectitud moral de sus vecinos. El cartel a la entrada, pintado con letras adornadas, rezaba: *“Arroyo de la Paz: un buen lugar para criar una familia”*. Los domingos, la blanca torre de la Iglesia de San Miguel, bajo el mando del afable Padre Andrés Molina, era el centro del universo. Entre semana, el alcalde Delgado presidía la cafetería La Campana, con su taza de café siempre en la mano.

Era un pueblo de apariencias. La gente saludaba, donaba a la venta benéfica de pasteles y murmuraba con tono compungido sobre los *”menos afortunados”*—un eufemismo aquí para referirse a Lucía y su hija Martina, que vivían en la Caravana del Pino, en las afueras.

Lucía era la tragedia local, una mujer devorada por la adicción a las pastillas que había arrasado como un incendio por los pueblos de España. Pero Martina, de nueve años, era la consecuencia viva de todo aquello.

Martina sufría una displasia de cadera severa y sin tratar. Lo que en su infancia podría haberse corregido con un simple arnés, se había convertido en una deformidad debilitante por años de abandono. Su pierna izquierda se movía en un arco descontrolado, y su cadera derecha chirriaba al rozar hueso contra hueso. Caminaba con un paso torpe y doloroso, cada zancada una nueva humillación.

Los *“buenos vecinos”* de Arroyo de la Paz la veían. La observaban cojear al salir del destartalado autobús escolar. La miraban esforzarse por seguir a los otros niños, que hacía tiempo habían decidido excluirla de sus juegos.

Doña Carmen, dueña de la tienda *Almacenes Carmen*, suspiraba cuando Martina se arrastraba por el pasillo, sus pequeñas manos aferrando unos vales de comida. *“Pobrecilla”*, murmuraba al siguiente cliente. *“Igual que su madre”*.

El Padre Molina había visitado la caravana una vez. Había dejado una Biblia y un folleto de rehabilitación sobre la mesa manchada de Lucía, esquivando cuidadosamente la basura del suelo. Le había dado una palmadita en la cabeza a Martina, evitando mirar el ángulo doloroso de sus piernas, y le dijo: *“Rezamos por ti, niña”*.

Pero las oraciones no aliviaban el dolor en su cadera. La lástima no detenía el chirrido constante. El pueblo entero la había dado por perdida, una triste historia para comentar entre cafés, pero no un problema que resolver. Era *”la hija de la caravana”*, y en Arroyo de la Paz, algunos problemas se consideraban más allá de la gracia divina.

Un miércoles helado de octubre, con el viento anunciando el invierno, Martina tenía una misión. Su madre estaba *”enferma”*—esa palidez temblorosa que la dejaba llorando o gritando. Pero se habían quedado sin refresco, y Lucía había chillado hasta que Martina encontró cinco euros arrugados en el fondo de un bolso.

Desde la Caravana del Pino hasta la gasolinera del pueblo había un kilómetro. Para Martina, era una peregrinación agonizante. Cada paso le clavaba un dolor ardiente desde la cadera hasta la rodilla. Caminaba por el arcén, la cabeza gacha, la chaqueta delgada subida hasta la nariz. Parecía un pajarillo herido, arrastrando un ala por el asfalto.

Entró en la tienda, haciendo sonar la campanilla. El dependiente, un chaval del instituto, ni siquiera levantó la vista del móvil. Martina cogió una lata de refresco de la nevera. Sus manos estaban entumecidas por el frío. Al llegar al mostrador, la lata resbaló de sus dedos.

Cayó al suelo de linóleo y rodó.

Martina la miró, sus ojos llenándose de lágrimas. Era solo una lata, pero en ese momento, era un obstáculo insuperable. Agacharse significaba apoyar su peso, y eso le disparaba el dolor. Intentó flexionar las rodillas, pero un chasquido agudo en la cadera la hizo gritar.

Era solo una niña, llorando en medio de una gasolinera, incapaz de recoger una lata.

La campanilla de la puerta sonó de nuevo, dejando entrar una ráfaga de aire frío y el olor a cuero, gasolina y polvo.

El dependiente alzó la vista, los ojos abiertos por la sorpresa.

Eran hombres grandes. Sus chalecos de cuero—*“los cortes”*—llevaban un parche: una calavera con un casco militar, cruzada por un fusil y una llave inglesa, con las palabras *“Los Hijos Olvidados”* en la parte superior. Un club de moteros, casi todos veteranos de guerras que iban desde el Sáhara hasta Afganistán. Parecían duros, imponentes, y completamente fuera de lugar en el tranquilo Arroyo de la Paz.

El líder, un hombre ancho como un armario y con una barba gris trenzada en dos mechones, dio un paso adelante. Se llamaba Santiago *“El Oso”* Vázquez. Sus ojos, agudos, no pasaban nada por alto. Había visto cómo se tensaba el dependiente, cómo el guardia civil los seguía de lejos cuando pasaban por allí. También vio la figurita temblorosa en el suelo.

Ignoró al chico y se acercó a Martina. Ella retrocedió, asustada por su tamaño y la calavera en su chaleco. Le habían enseñado a temer a hombres como él.

El Oso se agachó lentamente, haciendo crujir el cuero. Se movió con cuidado, como si se acercara a un cervatillo asustado. Su voz no fue el rugido que ella esperaba, sino un susurro grave, como piedras sobre terciopelo.

*“¿Estás bien, pajarita?”*, preguntó.

Martina negó con la cabeza, las lágrimas limpiando el polvo de sus mejillas. Señaló la lata, todo su cuerpo temblando.

El Oso la recogió. La miró a ella, luego a su postura—el cuerpo torcido, la pierna izquierda arqueada de forma antinatural, la derecha rígida.

*“¿Qué te pasa, cariño?”*, preguntó, aún más suave. *“¿Te duele algo?”*

Martina, por fin, lo miró. Vio las arrugas alrededor de sus ojos, líneas de cansancio, no de crueldad. Susurró las palabras que se habían convertido en toda su existencia, las que el pueblo había decidido ignorar.

*“No puedo cerrar las piernas”*, dijo, la voz quebrada. *“Me duele. Siempre me duele”*.

Los ojos de El Oso, que habían visto guerra en desiertos y montañas, se endurecieron. La sangre se le escurrió de la cara, reemplazada por una ira fría que nació en lo más profundo de su pecho.

Uno de sus hombres, un tipo delgado con *“Doc”* bordado en el chaleco, se arrodilló a su lado. Había sido sanitario. Le pasó una mano por la pierna, con un tacto profesional.

*“Jefe”*, dijo Doc, la voz tensa. *“Esto es grave. Displasia de cadera, sin tratar. Desde hace años. La articulación está destrozada. Vive con un dolor constante. Esto… es criminal”*.

El Oso miró a la niña, luego a la calle principal de Arroyo de la Paz. Vio el cartel de La Campana, al otro lado, donde la gente reía y tomaba café.

Volvió a mirar a Martina. *“¿Cómo te llamas, pajarita?”*

*“Martina”*.

*“Pues mira, Martina”*, dijo El Oso, con la voz gruesa. La levantó como si no pesara nada, sus bLa sostuvo contra su chaleco de cuero, donde su cabeza encontró refugio en su hombro, mientras sus pasos resonaban como truenos sobre el suelo de la gasolinera, llevando consigo el peso de una culpa que todo el pueblo había ignorado.

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