Seis moteros salieron de la sala de maternidad con el bebé recién nacido de mi hermana muerta, y la enfermera los dejó ir.
Lo vi en las cámaras de seguridad: tipos enormes con chalecos de cuero cargando a mi sobrino como si les perteneciera. Como si tuvieran todo el derecho del mundo a llevárselo.
Mi hermana Lucía había muerto en el parto cuarenta y siete minutos antes. Una hemorragia. Los médicos no pudieron detenerla. Tenía veintitrés años, y se desangró en la mesa de parto mientras su bebé gritaba al respirar por primera vez.
Yo estaba en la sala de espera cuando me dijeron que había fallecido. Aturdida. Sin poder respirar. Sin entender cómo mi hermana pequeña podía haber muerto.
Entonces apareció la enfermera jefe. «Señora, ¿conoce a los hombres que se han llevado al bebé?».
«¿Qué hombres? ¿De qué habla?».
Me enseñó el vídeo de seguridad en su tableta. Seis moteros. Chalecos de cuero. Barbas largas. Saliendo de maternidad con mi sobrino en brazos. El que iba delante lo sostenía con cuidado, como si fuera un tesoro.
«¡Llame a la policía! —grité—. ¡Se lo han robado! ¡Esos tipos han secuestrado al hijo de mi hermana!».
Pero la enfermera me agarró del brazo. «Señora, espere. Tenían documentación. Papeles legales. Dijeron que eran los tutores designados».
«¡Imposible! Soy la única familia de Lucía. ¡Yo debería quedarme con el bebé! ¿Quiénes son esos?».
La enfermera parecía incómoda. «Dijeron que su hermana lo acordó hace seis meses. Tenían un documento notarial. Con su firma».
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Lucía nunca me había hablado de moteros. Ni de ningún acuerdo. Me había dicho que yo criaría a su bebé si algo le pasaba. Lo habíamos hablado mil veces.
«Tiene que ser un error —susurré—. O una falsificación. Lucía nunca le daría su hijo a extraños. A moteros».
La enfermera me entregó un sobre. «Le dejaron esto. Dijeron que su hermana lo escribió. Que lo explicaría todo».
Mis manos temblaban al abrirlo. Reconocí la letra de Lucía en el sobre. Mi nombre. Carla. Solo mi nombre, con esa caligrafía redonda que tenía.
Lo abrí de un tirón.
*Querida Car:*
*Si lees esto, es que ya no estoy. Lo siento. Sabía que podía morir en el parto. Los médicos me advirtieron de mi problema de corazón. No te lo dije porque no quería que te preocuparas.*
*Debo contarte algo que tendría que haberte dicho hace años. Algo sobre el padre del bebé…*
La carta seguía:
*El padre se llama Marcos Vázquez. Nunca lo conociste. No hablé de él porque me daba vergüenza. No por él, sino por cómo nos conocimos.*
*Hace tres años, cuando vivía en la calle bajo el puente de la calle Mayor, Marcos me encontró. Era motero. Miembro de los Ángeles de Hierro. Me traía comida. Mantas. Al final, me llevó al refugio que tienen para mujeres sin hogar.*
*Me salvaron la vida, Car. Cuando estaba en lo más bajo, drogándome, vendiendo mi cuerpo para sobrevivir, ellos me acogieron. Me ayudaron a desintoxicarme. Pagaron mi rehabilitación. Me sacaron el graduado escolar. Conseguí mi primer trabajo serio.*
*Marcos y yo nos enamoramos durante mi recuperación. Era veinte años mayor que yo, pero el hombre más bueno que conocí. Nunca me juzgó. Nunca me hizo sentir rota.*
*Murió en un accidente de moto hace ocho meses. Dos semanas después de que supiera que estaba embarazada.*
Temblaba tanto que apenas podía sostener el papel. ¿Lucía había estado en la calle? ¿Drogándose? No lo sabía. Yo vivía en otra provincia, centrada en mi carrera, llamándola una vez al mes como mucho.
Seguí leyendo.
*Los Ángeles de Hierro eran la familia de Marcos. Sus hermanos. Me cuidaron desde que él murió. Pagaron mi alquiler. Compraron cosas para el bebé. Vinieron a todas las citas médicas.*
*Sabían lo de mi corazón. Sabían que podía morir en el parto. Y me hicieron una promesa. Si me pasaba algo, ellos criarían a mi hijo. Al hijo de Marcos. Lo harían crecer entre ellos, rodeado de hombres que amaron a su padre.*
*Car, sé que estás dolida. Confundida. Pensabas que tú lo criarías. Pero tienes tu propia vida. Tu trabajo. Tu piso, que no admite niños. Tú nunca quisiste ser madre.*
*Ellos sí. Lo desean. Ya tienen una habitación en el local. Una cuna, juguetes, hasta chaquetitas de cuero en miniatura.*
*Mi hijo crecerá sabiendo que su padre fue un héroe. Que forma parte de una hermandad que protege a los débiles. Que tiene sesenta tíos que morirían por él.*
*Por favor, no les quites lo único que queda de Marcos. Prometieron amarlo. Contarle de su padre. Criarlo bien.*
*Se llama Marcos, como él. Por el hombre que me salvó y me dio el único amor verdadero que conocí.*
*Te quiero, Car. Siento haber guardado secretos. Pero esto es lo que quiero. Lo mejor para mi bebé.*
*Déjalo ir. Déjalo ser un Ángel.*
*Tu hermana siempre,*
*Lucía*
Leí la carta tres veces. Cada palabra me dolía más.
Mi hermana había estado en la calle. Se había drogado. Se había prostituido para sobrevivir. Y yo no lo sabía. No estuve ahí. No la ayudé.
Un club de moteros hizo lo que yo debí hacer.
Igual llamé a la policía. Les dije que unos moteros se habían llevado a mi sobrino. Pero cuando los agentes vieron los papeles, dijeron que no podían hacer nada.
«Señora, este documento es legal. Su hermana los designó tutores. A menos que quiera ir a juicio…».
«Sí. Quiero ir a juicio. Ese bebé debe estar con su familia».
El agente me miró. «Señora, según esta carta, esos moteros son su familia».
Pasé dos semanas preparando la batalla legal. Contraté un abogado. Busqué pruebas. Intenté demostrar que a Lucía la habían obligado. Que nadie en su sano juicio daría a su hijo a un club de moteros.
Entonces, el abogado de los moteros contactó al mío. Querían reunirse. Hablar. Enseñarme algo antes del juicio.
Contra el consejo de mi abogado, acepté.
El local de los Ángeles de Hierro no era lo que esperaba. Imaginaba un bar sucio lleno de borrachos. En vez de eso, vi un lugar limpio, con un patio vallado lleno de columpios. Un cartel decía: «Bienvenido a casa, Marcos».
Los seis moteros que se habían llevado a mi sobrino esperaban dentro. El que lo cargaba en las cámaras dio un paso al frente.
«Soy Tomás. Fui el mejor amigo de Marcos durante treinta y dos años. Estaba con él la noche que murió».
Señaló a los demás. «Ellos son Roberto, Javier, Guillermo, Daniel y Cristóbal. Todos somos Ángeles. Y estamos aquí porque amábamos a tu hermana. A Marcos. Y a ese niño».
«No tenían derecho a llevárselo —dije fríamente—. Es mi sobrino».
«Tienes razón. Lo es —Tomás no discutió—. Pero también es el hijo de Marcos. Y Lucía nos hizo prometerlo. Jurar sobre la tumba de Marcos que lo criaríamos si algo le pasaba».
«Tenía miedo —añadió Roberto en voz baja—. Miedo del parto. De su corazón. Pasó los últimos seisPasados tres años, ahora sé que aquellos seis moteros no se llevaron a mi sobrino, sino que lo salvaron, y en el camino, me salvaron a mí también.