Secuestro de niños en hogar de acogida por banda de motoristas

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En aquel entonces, cuarenta y siete moteros se llevaron a veintidós niños de un hogar de acogida y los cruzaron varias provincias antes de que las autoridades pudieran detenerlos. Eso fue lo que dijeron las noticias.

Eso fue lo que gritó la directora del centro cuando se dio cuenta de que los niños habían desaparecido. Eso fue lo que repitió la operadora de policía al enviar seis patrullas tras nosotros.

Pero eso no fue lo que realmente ocurrió.

Me llamo Roberto Navarro. Soy trabajador social en Castilla y llevo diecinueve años en el sistema de acogida. He visto de todo: desgracias, abandonos, promesas rotas.

Pero nada me preparó para lo que encontré aquel octubre en el Hogar Futuro Brillante.

Veintidós niños. De seis a diecisiete años. Todos en el sistema. Todos olvidados. Condenados a pasar otra Navidad entre paredes llenas de humedad y ratas en la cocina. La administración prometió cerrar ese sitio. Llevaban tres años prometiéndolo.

Ocho meses intenté trasladarlos a un lugar mejor. Nadie los quería. Demasiados problemas de conducta. Demasiadas necesidades médicas. Demasiado traumático. Demasiado caro. El sistema los había dado por perdidos.

Así que, cuando una noche de noviembre mi amigo Marcos me llamó, estaba tan desesperado que escuché. Marcos formaba parte de los Veteranos de la Legión MC. Cincuenta hombres. Todos militares. Todos condecorados. Todos buscando un propósito al volver a casa.

«Hermano, he oído lo de esos niños. El club quiere ayudar», dijo con voz seria. «¿Qué te parece si les damos una semana en los Picos de Europa?»

Me reí, con amargura. «Marcos, estos niños ni siquiera pueden ir al cine. La administración nunca aprobaría algo así.»

«Pues no pedimos permiso», respondió él. «Pedimos perdón después.»

Y así empezó. La cosa más hermosa, ilegal y descabellada en la que he participado. Marcos y su club lo organizaron todo. Alquilaron un campamento vacío en invierno. Contactaron con doctores, terapeutas y psicólogos que se ofrecieron voluntarios. Reunieron donaciones. Juguetes. Ropa. Comida.

Y luego fueron a por los niños.

18 de noviembre. Sábado. 6 de la mañana. Cuarenta y siete moteros llegaron al Hogar Futuro Brillante. El ruido era ensordecedor. Como un trueno. Como un ejército. Los niños despertaron y corrieron a las ventanas. Algunos gritaron. Otros lloraron. Nunca habían visto algo así.

En la puerta conocí al presidente del club, un hombre llamado Javier. Setenta años. Barba blanca. Pecho lleno de condecoraciones. Me entregó una carpeta. «Aquí tienes permisos, formularios médicos, contactos de emergencia. Hemos hecho todo lo legal posible.»

La directora, Patrocinio, bajó en bata. «¿Qué está pasando? ¿Quiénes son estos?» Respiré hondo. «Estos señores se llevan a los niños de campamento. Una semana. Todo pagado. Supervisión completa.»

Su rostro se puso lívido. «¡Ni hablar! ¡No pueden cruzar provincias con menores bajo tutela! ¡Llamo a la policía!»

«Llame», dijo Javier con calma. «Mientras tanto, preguntaremos a los niños si quieren ver los Picos de Europa. Si dicen que sí, nos los llevamos. Usted puede resolver el papeleo después.»

Reunimos a los niños en el salón. Desde Lucía, de seis años, con su conejo de peluche, hasta Adrián, de diecisiete, que había pasado por catorce familias.

Marcos dio un paso al frente. «Soy Marcos. Estos son mis hermanos. Somos veteranos. Nos gustan las motos. Y queremos llevaros de aventura.»

Lucia levantó la mano. «¿Van a hacernos daño?» Me partió el alma. Eso habían aprendido: los adultos extraños significan peligro.

Javier se arrodilló. «No, cariño. Vamos a protegeros. A enseñaros las montañas. A montar a caballo. A pescar. A daros la mejor semana de vuestra vida. Pero solo si queréis.»

«¿Y si decimos que no?», preguntó Adrián, desconfiado. Había sido herido demasiadas veces. «Entonces nos iremos y no nos veréis nunca más», respondió Javier. «Es vuestra decisión. No nuestra. No del Estado.»

Los niños se miraron. Entonces Marta, de doce años, se levantó. «Yo quiero ir. Nunca he salido de aquí.» Uno a uno, todos asintieron. Los veintidós. Incluso Adrián.

Patrocinio gritaba al teléfono: «¡Están secuestrando a menores! ¡Envíen policía!» Pero ya estábamos en marcha. Cada motero se encargó de un niño. Algunos viajaron en furgonetas. Los más pequeños llevaban cascos y protecciones. En veinte minutos, partimos.

La caravana era imponente. Cuarenta y siete motos. Cuatro furgonetas. Veintidós niños. Y yo, rezando por no haber arruinado mi carrera.

La policía nos alcanzó a veinte kilómetros. Seis coches patrulla. Luces destellantes. Nos pararon en la carretera.

El agente al mando se acercó a Javier. «Tenemos denuncias por secuestro. Devuelvan a los niños ahora.» Javier le entregó la carpeta. «Está todo en regla. Firmado por su tutor legal.» Señalándome, añadió: «El señor Navarro es trabajador social con custodia. Tenemos itinerario, historiales médicos. Esto es una excursión supervisada.»

El agente revisó los papeles. Miró a los niños. Sonreían. Estaban vivos, más que en meses. «Esto es muy irregular», murmuró. «Tengo que consultarlo.»

Mientras llamaba, Carlos, de diez años, se le acercó. «Por favor, no nos haga volver. Allí la comida tiene bichos. Los grifos no funcionan. Nunca salimos.» Rompió a llorar. «Solo queremos una buena semana.»

El agente miró al niño. A los moteros. A mí. «¿Cuánto tiempo?», preguntó. «Una semana», respondió Javier. «Los devolveremos sanos, felices y con recuerdos para toda la vida.»

El agente cerró la carpeta. «Nunca los vi. Pero si les pasa algo, los perseguiré personalmente.» Javier hizo un saludo militar. «Palabra de legionario.»

Los siguientes siete días fueron mágicos. Llegamos al campamento al anochecer. Luces navideñas. Carteles de bienvenida. Cada niño tuvo su cabaña con camas limpias. El comedor estaba lleno de comida.

Esa primera noche, Lucía se subió al regazo de Javier. «¿Esto es el cielo?», susurró. Sus ojos se humedecieron. «No, pequeña. Pero casi.»

La semana fue intensa: caballos, pesca, senderismo, fogatas. Los moteros les enseñaron mecánica básica, a encender fuego, a sobrevivir. Pero, sobre todo, les enseñaron que importaban.

Cada motero pasó tiempo con su niño. Hablando. Escuchando. Adrián le contó a Marcos sobre la sobredosis de su madre. Marta le habló a Javier del tío que la maltrataba. Carlos dibujó a su padre muerto junto a un motero llamado Tomás, que solo lo escuchó.

Los terapeutas trabajaron con ellos. Los médicos les hicieron revisiones. Todos necesitaban dentista. Doce, gafas. Tres, medicación que no recibían. El club pagó todo.

Al quinto día, llegaron los medios. Un helicóptero. Periodistas en la puerta. «Moteros secuestran a menores», decían los titulares. Mi teléfono explotó con llamadas de superiores, abogados, la administración.

Javier convocó una rueda de prensa. «¿Quieren la noticia? Aquí está.» Presentó aLos niños, ahora adultos, siguen reuniéndose cada año en aquel mismo campamento, donde el eco de las motos y las risas de entonces aún resuenan entre las montañas.

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