Rico regresa antes y recibe un impacto inesperado

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El millonario llegó antes a casa y casi se le cae el alma a los pies con lo que vio. Sergio del Toro, un empresario de éxito al frente de una de las mayores inmobiliarias de Madrid, descubrió que todo su dinero no servía de nada para arreglar el corazón roto de una niña de tres años.

Por eso ese día salió antes de la reunión con los inversores coreanos. Algo dentro le empujaba a volver a casa, un presentimiento que no sabía explicar. Al abrir la puerta de la cocina de su mansión en La Moraleja, a Sergio le flaquearon las piernas y tuvo que agarrarse al marco para no desplomarse.

Su hija Sofía estaba subida a hombros de la asistenta, las dos cantando una cancioncilla mientras lavaban los platos juntas. La niña reía como no lo hacía desde hacía meses. “Ahora frota bien aquí, princesa”, le decía Martina, guiando sus manitas con suavidad. “¡Qué lista eres, cielo!”. “Tía Marti, ¿puedo hacer pompas con el jabón?”, preguntó Sofía con una vocecilla que a Sergio le sonó a milagro.

Al empresario se le doblaron las rodillas. Desde que Elena, su mujer, había fallecido en un accidente de tráfico, Sofía no decía ni una palabra. Los mejores psicólogos infantiles del país le aseguraban que era normal, que la pequeña necesitaba tiempo. Pero ahí, en esa cocina, parloteaba con toda naturalidad, como si nada hubiera pasado.

Martina lo vio y casi se le cae la niña de un susto. “Don Sergio, no esperaba…”, empezó a explicarse, nerviosa. “¡Papá!”, gritó Sofía, pero al instante se encogió, como si hubiera hecho algo malo. Sergio salió disparado hacia el despacho, cerrando la puerta de golpe. Las manos le temblaban al servirse un whisky.

Lo que acababa de ver le revolvía por dentro. No entendía cómo esa chica había logrado en meses lo que él no había podido en todo ese tiempo. Ni por qué su hija hablaba con la asistenta como ya no lo hacía con él.

Al día siguiente, Sergio fingió irse al trabajo como de costumbre, pero dejó el coche a unas calles y volvió a pie. Necesitaba saber qué pasaba en su propia casa. Entró por la puerta trasera y subió directo al despacho, donde instaló rápidamente unas cámaras que había comprado de camino.

Toda la semana siguiente salió antes del trabajo para revisar las grabaciones. Lo que descubrió lo dejó aún más patidifuso. Martina López, de apenas 24 años, convertía cada tarea doméstica en un juego didáctico. Le hablaba a Sofía de todo, desde los colores de la ropa que doblaban hasta los ingredientes de la comida.

“Mira, reinita, ¿cuántos pimientos tenemos aquí?”, preguntaba Martina mientras cortaba verduras. “Uno, dos, tres… ¡y hasta cuatro!”, contestaba Sofía, aplaudiendo. “¡Eso es! ¿Y sabes por qué el tomate es rojo? Porque tiene un montón de vitaminas para que crezcas fuerte y veas todo lo bonito del mundo”.

Sergio veía esas escenas con una mezcla de agradecimiento y envidia. Agradecimiento porque su hija estaba sanando. Envidia porque él no sabía cómo crear esa conexión que fluía tan natural entre ellas.

Pero las grabaciones también le mostraron algo inquietante: doña Pilar, la señora de la limpieza que llevaba en la casa desde que él era niño, observaba a Martina con recelo. La mujer, de 65 años, claramente desaprobaba los métodos de la joven.

“Martina, te estás pasando”, escuchó decir a doña Pilar en una grabación. “No te pagan para educar a la niña. Limpia y punto”. “Doña Pilar, solo intento ayudarla”, respondió Martina con calma pero firmeza. “Sofía es muy especial”. “Especial o no, no es asunto tuyo. Haz tu trabajo y no te metas en lo que no te importa”.

La tensión se notaba incluso a través de la pantalla. Sergio comprendió que en su casa chocaban dos mundos, y él estaba en medio de una batalla silenciosa que ni siquiera sabía que existía.

Hasta que ese jueves recibió una llamada que lo cambió todo. Era la directora de la guardería donde Sofía había empezado a ir hacía poco. “Don Sergio, ¡qué alegría!”, dijo la maestra Isabel. “Sofía por fin ha empezado a jugar con los otros niños. Hoy estuvo en el rincón de las muñecas contando cómo ayuda a ‘la tía Marti’ en casa”.

A Sergio se le cayeron los papeles que tenía en la mano. “¿Cómo dice?”. “Sí, dice que aprenden a cocinar juntas, que arreglan cosas… ¡Incluso contó un cuento sobre princesas que ayudan en las tareas! Es increíble el cambio. ¿Han probado algo nuevo?”. “No… no exactamente”, balbuceó Sergio.

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