Regresé a casa sin avisar. Tras cumplir mi última misión, descubrí que mi hijo agonizaba solo en la sala de cuidados intensivos del Hospital San Carlos. Mientras, mi nuera, Rocío, festejaba con sus amigas en un velero en el Mediterráneo. Congelé todas las cuentas al instante. Una hora después, ella enloqueció al enterarse.
Me alegra que estés aquí. Quédate hasta el final y dime desde qué ciudad sigues esta historia. Quiero saber hasta dónde llega. Pisé el aeropuerto de Málaga cuando el sol dorado asomaba entre los cristales de la terminal. A mis pies, la vieja maleta militar, gastada en las esquinas, fiel compañera de cuatro décadas. En mi muñeca, el reloj de bolsillo de mi padre tintineaba con cada movimiento, recordándome la promesa que me hice de joven: volver a casa.
A mis 61 años, recién retirada tras mi última misión, había dedicado mi vida a la Infantería de Marina española. Desde rescates en Gibraltar hasta largas noches en misiones humanitarias. Pero hoy solo quería ser madre. Ansiaba abrazar a mi hijo, Javier.
Arrastré la maleta con la precisión de siempre. El sol matinal ya calentaba las calles. Levanté la mano para detener un taxi. “Calle Alhambra, número 42, por favor”, dije, conteniendo la emoción que me golpeaba como las olas de la costa.
Imaginaba a Javier abriendo la puerta con su sonrisa radiante, compartiendo todo lo que me había perdido. La radio del taxi hablaba de las últimas operaciones navales, noticias que antes eran mi vida y ahora carecían de sentido.
Ayer había concluido mi última misión asesora para la OTAN en una operación antiterrorista en África. Cuarenta años de carrera, desde interceptar contrabando en Ceuta hasta noches en vela en misiones secretas. Todo quedaba atrás. Miré por la ventana: el mar azul se extendía infinito, las olas brillaban como queriendo arrastrarme de vuelta a aquellos días.
Pero mi mente estaba en Javier y en la pequeña casa donde deposité tantos sueños. El taxi tomó la carretera costera, donde los olivos seguían meciéndose igual que el día que me marché. Al detenernos frente a su casa, sentí un vuelco al ver las ventanas oscuras, las cortinas cerradas, ni una luz encendida.
Subí al porche. Una inquietud punzante crecía dentro de mí. Toqué el timbre. El sonido resonó en el vacío. Golpeé más fuerte. Nada. Un silencio extraño, como si la casa hubiera sido abandonada. Revisé el buzón, abarrotado de folletos arrugados, señal de que nadie lo revisaba desde hacía semanas.
En ese momento vi a Doña Carmen, la vecina de toda la vida, regando geranios al otro lado de la calle. “¡Valentina! ¡Dios mío! Has vuelto. Pero no sabes nada…”, exclamó al verme. Cruzé la calle con las piernas temblorosas. “¿Qué pasa? ¿Dónde está Javier?”, pregunté, tratando de que mi voz no se quebrara.
Doña Carmen dejó la regadera, su mirada llena de compasión. “Lleva dos semanas en el Hospital San Carlos. La ambulancia vino a medianoche. Y Rocío… vi una publicación suya. Está de fiesta en un velero en el Mediterráneo”.
Me quedé paralizada. Javier en el hospital, solo, mientras Rocío celebraba. Sentí que la sangre se helaba en mis venas. “¿Sabe dónde queda el San Carlos?”, pregunté con voz ronca. Ella asintió y me indicó el camino.
Sin pensarlo, detuve otro taxi. “Al Hospital San Carlos, lo más rápido posible”, ordené al conductor. Docenas de preguntas se agolpaban en mi mente. ¿Qué le había pasado a mi hijo? ¿Cómo podía Rocío estar de fiesta mientras él yacía enfermo?
Apreté el reloj de bolsillo hasta blanquear mis nudillos. Javier, mi niño, el que corría tras de mí por la playa, el que me abrazaba cada vez que volvía de mis largas misiones. Ahora estaba en un hospital, y yo, la madre que dedicó su vida a proteger a otros, ni siquiera sabía que me necesitaba.
El taxi se detuvo frente al hospital. Pagué al conductor y entré tratando de controlar mi respiración. El vestíbulo bullía de gente, voces y altavoces llamando nombres. Fui directo al mostrador. “Busco a Javier Martínez”, dije con sequedad.
La recepcionista revisó sus papeles. “Unidad de Cuidados Intensivos, quinto piso, habitación 512”.
El ascensor olía a desinfectante. Al abrirse en el quinto piso, el pasillo estaba frío, solo roto por el pitido constante de los monitores. Mis botas resonaban sobre el suelo de mármol.
La puerta de la habitación estaba entreabierta. Empujé lentamente. Allí estaba Javier, en una cama blanca, conectado a máquinas, su rostro pálido, casi irreconocible. Un respirador le rozaba los labios. Cada respiración era tan débil que contenía la mía para oírla.
Un médico llamado Antonio se acercó. “¿Es usted familiar del paciente?”
“Soy su madre. Valentina”.
“Tiene cáncer de estómago en fase terminal. Si lo hubieran tratado antes…”, dijo con voz neutra, pero cada palabra era un cuchillo en mi pecho.
Me acerqué y tomé su mano fría. Sus párpados temblaron y abrió los ojos, nublados pero con un destello familiar. “Mamá… te quiero”, susurró.
Entonces la máquina emitió un pitido agudo. “¡Javier, no!”, grité, pero los médicos me apartaron.
Minutos después, el doctor Antonio salió. “Lo siento mucho. Hicimos todo lo posible”.
Mis piernas cedieron. Salí tambaleando sin atreverme a mirar la sábana blanca cubriendo su rostro. Javier se había ido justo cuando volvía, sin que pudiera decirle cuánto lo amaba.
Saqué el teléfono y marqué a Rocío. Del otro lado, música y risas. “¿Qué pasa?”, contestó, indiferente. “Javier ha muerto”. Hubo un silencio. “Ah. Estoy ocupada. Hablamos luego”.
Colgué. El teléfono resbaló de mis manos. Rocío no mostró tristeza. Estaba de fiesta mientras mi hijo daba su último suspiro.
Salí del hospital. El sol brillaba, pero yo solo sentía frío. Había perdido a Javier y, ahora sabía, también la fe en quien creí familia. Rocío nos había traicionado cruelmente.
Fui a la oficina administrativa. Una enfermera me entregó una bolsa con sus pertenencias: su reloj, la cartera que le regalé en su vigésimo cumpleaños, su móvil rayado. Al abrir la cartera, encontré una foto vieja: Javier y yo en la playa, él pequeño, sonriente, con una cometa roja.
El doctor Antonio me entregó su historial médico: cáncer gástrico terminal con metástasis. “Si lo hubieran traído meses antes…”, dijo.
Miré los gastos en el móvil de Javier: un velero en el Mediterráneo, joyas, cenas caras… todo mientras él agonizaba. Fotografié cada factura, cada prueba de cómo Rocío malgastaba el dinero que enviaba para su cuidado.
Llamé al coronel Luis Moreno, viejo amigo del ejército. “Necesito verte hoy”, le dije con voz firme.
En su oficina, Luis congeló las cuentas de Javier en un instante. “Hecho”, dijo, entregándome el comprobante.
El teléfono no dejaba de vibrar: Rocío, furiosa. “¿Qué has hecho con la cuenta?”, gritaba en los mensajes. No respondí.
Regresé a la casa de Javier. En su escritorio encontré una libreta con listas de cantidades que él le daba a Rocío para “medicinas” o “reparaciones”, que coincidíanAllí, bajo la luz de la luna que se filtraba por la ventana, juré que aunque la justicia humana llegara tarde, el nombre de Javier viviría para siempre en el fondo que llevaría su nombre, ayudando a otros que, como él, merecían no ser olvidados.