Pensé que bromeaba al pedirme que lo secuestrara. Hasta que vi los moretones bajo su cuello.

6 min de leitura

**Parte 1: El Diablo con Traje de Domingo**

**Capítulo 1: El Calor y el Silencio**

¿Sabes ese calor que se te pega al pecho como una manta mojada? Así estaba Andalucía ese martes. El asfalto temblaba, ondulando como si el horizonte se derritiera. Los chicos y yo, los Santos de Acero, llevábamos rodando desde el amanecer. Estábamos cansados, muertos de hambre y sedientos.

Paramos en *El Rincón de Salva*, un bar de carretera que olía a bacon quemado y café rancio. De esos sitios donde la camarera te llama “cariño” pero parece capaz de parterte la cara con una sartén si te pasas de listo. Ocupamos dos mesas grandes al fondo, cascos sobre la mesa, riendo a carcajadas y soltando tacos como si nada. Nos importaba un bledo quien nos mirara.

Salí a fumar mientras los chicos pedían. Me apoyé en mi moto, una Softail custom que es mi orgullo, y encendí un cigarro. Entonces lo vi.

El niño.

Estaba sentado en el bordillo cerca de un SUV negro reluciente. Un Lexus, impoluto. Fuera de lugar entre nuestras furgonetas oxidadas y las motos cubiertas de polvo. El motor seguía encendido, supuse que con el aire acondicionado a tope. Pero el niño estaba fuera, bajo los 40 grados.

Me miraba fijo. No como suelen mirar los críos, con admiración o curiosidad por las motos. Me analizaba. Como si estuviera calculando probabilidades.

Dí una calada, solté el humo hacia el sol implacable y le hice un gesto con la cabeza. “Bonitas zapatillas, chaval”, gruñí, señalando sus Jordan nuevos.

No sonrió. Se levantó. Miró hacia el bar, luego a las ventanas tintadas del Lexus. Y empezó a caminar hacia mí. Rápido.

No parecía un crío abandonado. Iba impecable. Demasiado. La polo metida por dentro. Pero al acercarse, vi que el sudor de su frente no era solo por el calor. Estaba pálido. Temblaba.

Se plantó delante de mí. Me agaché. “¿Te has perdido, enano?”

Tragó saliva. Noté cómo le castañeteaba la garganta. Alargó una mano temblorosa y agarró el cuero de mi chaleco. Lo apretó tan fuerte que los nudillos se le pusieron blancos.

“¿Sois… sois malos?”, preguntó. Su voz era un susurro, quebrado en mitad.

Me reí, tirando el cigarro. “Depende de a quién le preguntes. Mi madre dice que soy un santo. El guardia civil dice que soy un dolor de cabeza. ¿Por qué?”

Dio un paso más, invadiendo mi espacio. Olía a colonia cara—demasiado adulta para un niño—y a miedo. Miedo puro y agrio.

“Necesito que hagáis algo malo”, susurró.

Fruncí el ceño, perdiendo la sonrisa. “No te voy a vender tabaco, chaval. Lárgate.”

“No”, dijo, con lágrimas brotándole al instante. “Eso no. Necesito que me llevéis. Por favor. Subidme a la moto. Marchaos. Vamos… robadme.”

**Capítulo 2: El Monstruo en el Aparcamiento**

El mundo se quedó en silencio. El tictac del motor enfriándose pareció detenerse. El zumbido de las cigarras en los matorrales desapareció. Solo oía la respiración desesperada y entrecortada de ese crío de diez años.

Me agaché a su altura. La broma desapareció de mi voz. “¿Qué has dicho?”

“Me va a matar”, dijo el niño. Hablaba rápido, las palabras se le atropellaban. “No hoy. Quizá no mañana. Pero pronto. A él… le gusta cuando lloro. Y mi madre ya no está.”

Se me heló el estómago. Una rabia fría, la que suele mandarme a la celda, empezó a hervir en las tripas. “¿Quién, chaval? ¿Quién te va a hacer daño?”

“¡Leo!”

La voz retumbó en el aparcamiento. Suave, autoritaria, profunda. Como la de un locutor de radio.

El niño, Leo, se estremeció tan fuerte que casi se cae. Intentó esconderse detrás de mí, pegando la cara al cuero de mi chaleco.

Miré hacia arriba. En la puerta del bar había un hombre. Alto, con un traje de lino claro que costaba más que mi moto. Un reloj de oro que brillaba bajo el sol. Parecía un abogado, o un político, o un cura. Sonreía, pero la sonrisa no le llegaba a los ojos. Sus ojos eran tiburones muertos.

“Leo”, repitió el hombre, acercándose con pasos seguros. “Deja de molestar al caballero. Tenemos horario que cumplir.”

No me tenía miedo. La mayoría de la gente ve el parche—una calavera mordiendo un pistón—y duda. Este tipo me miraba como si fuera el servicio.

“Te está molestando, ¿verdad?”, se rio el hombre, un sonido hueco. “Perdona. Tiene mucha imaginación. Siempre inventando historias. Venga, Leo. Al coche.”

Leo negó con la cabeza, pegándose a mi estómago. “No”, gimoteó. “Por favor. No dejes que me lleve. Mira.”

Leo bajó el cuello de su polo caro apenas un centímetro.

Lo vi.

Marcas de dedos. Moradas y amarillas, rodeándole el cuello. Señales de estrangulamiento. Recientes.

Y más abajo, asomando bajo la camisa, la quemadura redonda y perfecta de un puro.

La nieve roja me cubrió la vista.

El hombre estaba ya a tres metros, alargando la mano para agarrar a Leo. “He dicho que vengas, hijo.”

No pensé. No calculé. Solo reaccioné.

Me levanté a mi altura, dejando a Leo protegido tras mi pierna. Cuando su mano estuvo al alcance, no la estreché. La intercepté. Agarré su muñeca.

Y apreté.

Sentí cómo los huesos crujían. Su sonrisa perfecta se resquebrajó. “¿Perdone?”, dijo, bajando la voz. “Suélteme. Ese es mi hijo.”

“Él dice que no quiere ir”, gruñí. Mi voz sonaba a grava en una batidora.

“Es un niño”, espetó el hombre, haciendo una mueca al aumentar la presión. “No sabe lo que quiere. Y usted, señor, está agrediendo a un juez federal. ¿Tiene idea de la tormenta que está provocando?”

Un juez. Fantástico.

“Me da igual que seas el Papa”, dije, acercándome más, dominándolo con mi altura. “¿Tú le has puesto las manos encima a este crío?”

La puerta del bar se abrió de golpe detrás de él. Mis hermanos, los Santos de Acero, salieron como un torrente. Olfatearon la tensión. Me vieron sujetando a un tipo por la muñeca. Vieron al niño escondido tras mí.

Roco, mi jefe de seguridad, se acercó con media hamburguesa en la mano. “¿Problema, Oso?”

“Sí”, dije, sin apartar la vista del tipo del traje. “Este cabrón cree que se va a llevar al niño. Y no estoy de acuerdo.”

El hombre del traje miró a los otros seis motoristas rodeándolo. No se inmutó. Solo sonrió con desprecio. “Sois unos idiotas. No tenéis ni idea. Suelten al niño, hago una llamada, y os vais todos a prisión por secuestro. Así de simple.”

Miré a Leo. Él me miraba con lágrimas en los ojos, esperando que cediera. Esperando que otro adulto le fallara.

Miré al hombre.El juez no tuvo tiempo de reaccionar cuando los Santos de Acero cerraron filas alrededor de Leo, jurando protegerlo hasta el final, porque algunos monstruos merecen ser cazados, no juzgados, y esa noche, la justicia llevaba parches.

Leave a Comment