Era un sábado lluvioso cuando Javier Mendoza, un joven emprendedor tecnológico y viudo padre, entró en una pequeña cafetería del barrio con su hija de cuatro años, Lucía. No había sonreído en años. Desde la noche del accidente que se llevó a su esposa, Beatriz, el mundo parecía más gris—más silencioso, de un modo que ni el éxito ni el dinero podían llenar.
El aroma a café recién tostado y pasteles calientes llenaba el local. Lucía se acomodó en una mesa junto a la ventana, balanceando las piernas y tarareando una canción que solo ella parecía conocer. Javier repasaba la carta, la mente confusa tras otra noche de insomnio.
Entonces, Lucía dijo algo que le cortó la respiración:
—Papá… esa señora se parece a mamá.
Javier levantó la mirada. Al otro lado del local, una joven camarera reía con un cliente. Los mismos ojos marrones y dulces, la misma sonrisa con hoyuelos, la misma inclinación de cabeza que antes iluminaba su mundo.
El corazón se le detuvo.
¿Beatriz?
Imposible.
Conocía cada detalle del accidente: el choque, el funeral, los papeles. Él mismo había identificado el cuerpo.
Y, sin embargo… aquella mujer podía ser su gemela.
La camarera giró hacia él, encontrándose con su mirada. Por un instante, su expresión alegre vaciló, los ojos se abrieron antes de desaparecer rápidamente hacia la cocina.
El pulso de Javier latía con fuerza.
¿Coincidencia? ¿O algo que ni siquiera podía nombrar?
—Quédate aquí, cariño—susurró a Lucía, saliendo de la mesa.
En la barra, preguntó en voz baja:
—La camarera con coleta negra… ¿podría hablar con ella?
El barista dudó, luego desapareció tras la puerta batiente.
Los minutos se arrastraban. Finalmente, ella reapareció.
De cerca, el parecido era aún más impactante—las mismas pecas, la misma pequeña cicatriz cerca de la ceja izquierda.
—¿En qué puedo ayudarle?—preguntó, cautelosa pero serena.
—Usted me resulta… increíblemente familiar—dijo Javier con cuidado—. ¿Conoció a alguien llamado Beatriz Mendoza?
Un destello fugaz cruzó su rostro, desaparecido en un instante.
—No—respondió en un susurro—. Lo siento.
Él le ofreció su tarjeta.
—Si recuerda algo, llámeme, por favor.
Ella sonrió con educación, pero no la aceptó.
—Que tenga un buen día, señor.
Su mano tembló al retirarse.
Esa noche, Javier no pudo dormir.
¿Era posible?
Abrió el portátil y comenzó a buscar en registros públicos. El café no tenía una lista de empleados, pero encontró un nombre en una reseña en línea: Ana.
**Ana.**
Algo en ese nombre le pareció… deliberado.
Por la mañana, contrató a un investigador discreto.
—Encuentre todo lo que pueda—le indicó—. Su nombre es Ana. Trabaja en un café de la calle del Olmo. Es idéntica a mi difunta esposa.
Tres días tensos después, el investigador llamó.
—Javier—dijo con calma—, el informe del accidente de su esposa no cuadra. Nunca confirmaron los registros dentales. La mujer identificada como Beatriz Mendoza podría no haber sido ella. Y la camarera… su nombre legal es Ana Rivas—pero lo cambió unos meses después del accidente. Su nombre original… era Beatriz.
Javier apretó el teléfono, mareado.
Beatriz. Viva.
Bajo otro nombre.
A la mañana siguiente, volvió al café solo.
Cuando Ana lo vio, no huyó. Se quitó el delantal y señaló un callejón tranquilo junto al local.
—Me preguntaba cuánto tardaría—dijo, los ojos brillantes de lágrimas contenidas.
La voz de Javier fue apenas un susurro:
—¿Por qué? ¿Por qué desaparecer?
—No lo planeé—respondió—. Se suponía que yo estaría en ese coche. En el último momento me quedé en casa porque Lucía tenía fiebre. Horas después, ocurrió el accidente. Mi cartera y el DNI estaban en el asiento del copiloto. Todo el mundo asumió que…
Respiró temblorosa.
—Cuando vi las noticias, me paralicé. Por un momento egoísta, pensé que quizás el universo me daba una salida… una bendición. Las cámaras, la atención constante, la presión por ser perfecta… sentía que había perdido quién era. Quería empezar de nuevo. Pero luego todo se descontroló. Tenía demasiado miedo para volver.
Javier tragó saliva.
—Todo este tiempo… pensé que te había enterrado.
Las lágrimas resbalaron por sus mejillas.
—Nunca dejé de amarte a ti ni a Lucía. Solo olvidé amarme a mí misma.
—Entonces, vuelve a casa—dijo él—. No como un fantasma. Como tú.
Esa noche, Javier la llevó a su casa.
Lucía corrió hacia los brazos de su madre con un pequeño grito de reconocimiento.
—¿Mamá?—susurró.
Beatriz la abrazó, sollozando.
—Sí, cariño. Mamá está aquí.
La reunión no fue un escándalo ni un espectáculo. Javier usó sus recursos para resolver discretamente los detalles legales de la identidad de Beatriz. No hubo conferencias de prensa—solo cenas en familia, cuentos antes de dormir y una lenta cicatrización.
Semanas después, tras acostar a Lucía, Javier preguntó:
—¿Por qué te quedas esta vez?
Beatriz sonrió entre lágrimas.
—Porque al fin sé quién soy. No solo la mujer que todos esperaban que fuera. No solo un nombre en una noticia. Soy una madre. Soy yo misma. Y estoy lista para ser encontrada.
Javier le tomó la mano y la apretó con fuerza.
Y esta vez, ella no la soltó.