Observé la espalda de la señora López mientras desaparecía en la oficina, la pesada puerta cerrándose con un clic que sonó aterradoramente definitivo. El silencio que invadió el espacio era más denso esta vez, más pesado.
Solo quedaba yo.
Don Carlos, el conserje nocturno, salió un momento después, empujando su gran cubo de basura ruidoso. Me hizo un pequeño gesto triste, que intenté devolver, pero mi brazo pesaba demasiado. Salió por la puerta lateral y escuché el sonido metálico de la cerradura al activarse desde afuera.
Era oficialmente la última persona en el Colegio Público Cervantes, además de la amable secretaria tratando de encontrar a alguien—quien fuera—que recordara que existía.
Acerqué las rodillas al pecho, abrazándolas. El metal del banco estaba frío ahora, el calor del día había desaparecido, reemplazado por una brisa fresca que olía a polvo y gasolina. Las sombras, antes largas y fantasmales, ahora eran solo oscuridad. El patio entero era un mar negro, roto apenas por el débil círculo de luz del farol que zumbaba sobre mí.
Saqué mi mochila y abrí la cremallera con dedos entumecidos. Extraje la foto, doblada en un cuadrado grueso, los pliegues blancos de tanto abrirla y cerrarla.
Era de la despedida de mi padre, tres meses atrás.
Mi padre, Javier, alto y erguido en su uniforme militar, sonriendo con tanta fuerza que sus ojos se arrugaban. Su brazo rodeaba los hombros de mi tío Paco, aún más grande que él, con una sonrisa inmensa en su barba negra. A su otro lado, el tío Félix, delgado y serio, pero con una sonrisa en la mirada. Detrás de ellos, unos veinte hombres más, todos con sus chalecos de cuero, abrazados frente a una fila de motos negras y brillantes.
Parecían duros, pero yo recordaba ese día.
Recordaba al tío Paco levantándome sobre la moto de mi padre, sus manos callosas pero suaves sosteniéndome. “Eres una campeona, pequeña”, gruñó, con voz profunda. Recordaba al tío Félix enseñándome un apretón de manos secreto, y al tío Serpiente mostrándome el águila pintada en su depósito.
Eran la familia de mi padre. Y él les hizo prometer. “Cuiden de mi niña”, dijo, con la voz cargada.
“Como si fuera nuestra, hermano”, juró Paco, abrazándolo con tal fuerza que lo levantó del suelo. “Haz lo que tengas que hacer. Nosotros nos encargamos de ella.”
Apreté la foto. ¿Y si lo olvidaron? Lucía lo hizo. También lo prometió. Juró con el meñique. ¿Y si el tío Paco escuchaba a la señora López y decía: “¿Quién?”
Me dolía el estómago. Tenía hambre, pero era más que eso. Era un vacío helado. La sensación de ser olvidada.
La puerta de la oficina se abrió, haciéndome saltar.
La señora López estaba en el umbral, su rostro iluminado por la luz detrás. No entendía su expresión. Mi corazón latió con fuerza.
“Lucía”, dijo, su voz queda.
No pude hablar. Solo la miré, preparándome para que dijera: “Cariño, nadie contestó. Tendremos que llamar a servicios sociales.”
Se arrodilló frente a mí, sobre el frío cemento. Sus rodillas crujieron. Respiró hondo. Su rostro ya no estaba triste. Era otra cosa, algo que no podía nombrar.
“Lucía”, repitió. “Bien. He… hablé con alguien.”
El aire se me atascó en la garganta.
“¿Un hombre llamado Paco?”
El mundo, gris y frío, estalló en color.
“¿El tío Paco?” solté, como un globo desinflándose.
Una sonrisa temblorosa asomó en los labios de la señora López. “Creo que sí. Sonaba… muy preocupado, cariño. Muy… enfocado.”
Buscaba la palabra correcta.
“Cuando le dije tu nombre y que estabas sola, hubo… un silencio largo. Luego dijo, muy claro: ‘Estamos en camino. No la pierdas de vista. Llegamos en quince minutos.'”
Quince minutos.
“¿Él… sabía quién era yo?” susurré, las lágrimas nublando la luz amarilla.
“Ay, cariño”, dijo ella, con voz emocionada. “Sabía exactamente quién eras. Preguntó si estabas herida. Si alguien te había lastimado. Sonaba… furioso, Lucía. Pero no contigo. Jamás. Dijo: ‘Dile a la pequeña que sus tíos van por ella.'”
Pequeña.
El nombre que me daba mi padre. El que les enseñó.
No me habían olvidado. No era invisible. Era su pequeña.
El alivio fue tan grande que me dejó sin aire. Un sollozo escapó de mi garganta y abracé el cuello de la señora López. Ella me devolvió el abrazo, fuerte, su mano acariciándome la espalda.
“Vienen, cariño”, susurró en mi pelo. “Vienen.”
Esperamos. Los quince minutos fueron eternos. La señora López me dio las últimas rodajas de su manzana y una barrita de cereales de su cajón. El azúcar calmó el temblor de mis manos.
Nos sentamos juntas en el banco, bajo la luz zumbante.
“Señora López”, pregunté con voz pequeña.
“Sí, cariño.”
“¿Por qué… cree que Lucía me olvida? ¿Es por mí?”
Se separó para mirarme a los ojos, su expresión intensa. “No, no, Lucía. Jamás. Esto no es, ni será nunca, tu culpa.” Me alisó el pelo. “A veces… los adultos se pierden, cariño. Se enredan en sus problemas y olvidan lo importante. Es su falla, no la tuya.”
Intenté entenderlo. Pero solo sabía que el hombre más importante de mi vida estaba lejos, y quien debía reemplazarlo… no lo hacía.
Y entonces lo oí.
Primero fue solo una vibración en el banco bajo mí. Un zumbido…
“¿Qué es eso?” preguntó la señora López, mirando alrededor.
Me levanté. Lo sentía en los pies, a través del cemento. Un rumor bajo, como abejas. Muchas abejas.
Creció.
El zumbido se convirtió en un rugido. Un retumbo que resonaba en el pecho.
Conocía ese sonido. Lo llevaba en los huesos. Era el sonido de las reuniones de mi padre. Era la seguridad.
“Son ellos”, susurré, los ojos fijos en la calle oscura.
El rugido se hizo ensordecedor. No era solo sonido; llenaba el aire, rebotando en las paredes del colegio. No era una moto. Ni dos. Eran decenas.
“¡Son ellos!” grité, corriendo hacia la acera. “¡Es el tío Paco!”
La señora López se levantó, la mano en el pecho. “Dios mío, Lucía…”
Y entonces los vi.
Luces.
Un par. Luego dos. Luego cuatro. Un río cegador de faros y cromo avanzando hacia nuestro pequeño colegio.
Entraron al aparcamiento, formando filas perfectas, llenando cada espacio. Era como ver un desfile militar.
La señora López jadeó a mi lado. “¿Cuántos amigos tiene tu padre?”
No supe responder. Solo sonreí.
Cincuenta motos. Setenta. Quizás cien. El aparcamiento era un mar de acero bajo las luces.
Y, al unísono, los motores se apagaron.
El rugido que llenaba el mundo desapareció, dejando un silencio más poderoso que cualquier sonido.
La motEntonces, rodeada por el amor de mi familia, finalmente entendí que nunca estaría sola de verdad.