**Capítulo 1: La Petición**
El calor era como un manto pesado. Ondulaba sobre el asfalto agrietado de una gasolinera abandonada, un puesto olvidado en una carretera solitaria de la estepa manchega. Los únicos sonidos eran el tintineo del motor enfriándose y el grito lejano de un milano real trazando círculos en el cielo blanquecino.
Seis hombres, todos pasados de los cincuenta, estaban junto a sus motos. Eran los “Buitres del Desierto”, un club cuyos miembros no se definían por antecedentes penales, sino por sus historiales militares. Sus chalecos de cuero—llamados “cortes”—estaban cargados de parches que hablaban de lugares como Bosnia, el Líbano y Afganistán.
Juan “Oso” Valdez, el presidente del club, desplegó un mapa de papel sobre el asiento de su Harley. A sus sesenta y cinco años, tenía la complexión de un armario viejo, con una barba gris que le llegaba al pecho y brazos como troncos de encina curtidos. Era un sargento retirado de la Legión, y llevaba consigo esa autoridad callada de quien lo ha visto todo y ya nada le impresiona.
“El GPS dice que faltan treinta kilómetros para el desvío”, murmuró “Boceto”, el más joven del grupo con cincuenta y dos años, mirando su móvil. “Este ‘Ride por los Olvidados’ está en el quinto pino”.
“Ese es el punto, Boceto”, gruñó “Cura”, el capellán del club, que había servido en misiones de paz. “Rodamos por los veteranos a los que el Ministerio olvidó. No viven en el centro de Madrid”.
Oso solo gruñó, trazando la línea del mapa con un dedo grueso. Esta ruta benéfica era su peregrinaje anual, una forma de buscar a viejos hermanos, llevar ayuda a familias en apuros y recordarse el código por el que aún vivían. Un código de honor que el mundo, con sus móviles y lealtades efímeras, parecía haber olvidado.
Estaban a punto de arrancar, el calor empujándoles a moverse, cuando un movimiento junto al contenedor de basura llamó la atención de Cura.
“Un momento”, dijo Cura, su voz serena.
Oso alzó la vista. Una figura pequeña se escurría detrás del contenedor. Era un niño, no más de ocho años, delgado como un palillo. Llevaba un pijama azul con cohetes de dibujos, demasiado fino para el frescor del amanecer, y mucho menos para lo vulnerable de su situación. Iba descalzo, los pies grises de suciedad.
Los motoristas se quedaron quietos. Eran hombres grandes, intimidantes, y su sola presencia solía hacer que la gente apartara la mirada. Pero el niño no dudó. Corrió directamente hacia el más grande de todos.
Corrió hacia Oso.
El niño, temblando tanto que le castañeteaban los dientes, estiró una manita mugrienta y tiró del borde del chaleco de cuero de Oso.
“Por favor, señor”, susurró el niño, con una voz llena de un terror que le llegaba al alma. “Por favor. Tiene que arrestarme. Ahora mismo”.
Los Buitres se miraron, desconcertados. “Muro”, un hombre de complexión descomunal que raramente hablaba, dio un paso atrás.
Oso, con una suavidad inesperada para un hombre de su tamaño, se agachó, quedando a la altura del niño. Sus rodillas crujieron, pero lo ignoró.
“No soy policía, chaval”, dijo Oso, su voz grave como el rozar de piedras. “Solo somos… viajeros. ¿Por qué quieres que te arresten?”.
Los ojos del niño eran enormes, llenos de un pánico que aún no se había convertido en lágrimas. Estaba demasiado asustado para llorar.
“Porque”, tartamudeó el niño, tirando con más fuerza del chaleco de Oso, como si intentara arrastrarlo. “Porque… él dijo… que los niños malos van a la cárcel. Y si estoy en la cárcel… no puede encontrarme”.
Hizo una pausa, respirando entrecortadamente.
“No puede… no puede pegarle más a mamá”.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire seco y caliente. El tintineo del motor cesó. El mundo enmudeció.
Los ojos de Oso, del color del vaquero desgastado, se endurecieron. No se movió, pero toda su presencia cambió. La confusión se esfumó, reemplazada por algo frío, antiguo y absoluto.
Lentamente, con deliberación, extendió la mano y la posó sobre el hombro del niño. Él se encogió, un gesto violento e instintivo, antes de darse cuenta de que no le estaban pegando.
“¿Cómo te llamas, chaval?”, preguntó Oso, su voz peligrosamente suave.
“Dani”.
“¿Quién no puede encontrarte, Dani?”.
“Raúl. Mi… mi padrastro”.
Mientras hablaba, Dani cambió de postura. El movimiento desplazó el cuello holgado de su pijama, dejando al descubierto la piel pálida de su hombro y brazo.
Oso lo vio.
Era tenue, un mapa amarillo-verdoso de dolor pasado. Pero la forma era inconfundible. Era el contorno desvanecido de una mano adulta, los dedos abiertos, donde alguien lo había agarrado y apretado con fuerza.
La visión de Oso se estrechó. El calor, la gasolinera, la ruta benéfica… todo se desvaneció. Volvía a un mundo de blanco y negro, de bien y mal, de protectores y depredadores. Y un depredador acababa de cruzar su línea.
“Doc”, dijo Oso, sin apartar los ojos de Dani. “Dale agua al chaval. Y una tableta de chocolate. Ahora”.
Miró de nuevo al niño aterrorizado. “Dani”, dijo, y el niño volvió a encogerse ante el acero en su voz. “Viniste al lugar correcto. Pero te equivocaste”.
La mano de Oso descansó sobre la cabeza del niño, como una bendición extraña y pesada.
“No estamos aquí para arrestarte a ti. Estamos aquí para arrestarle a él”.
**Capítulo 2: Habitación 7**
“Doc”—que había sido sanitario en la Armada en los 90—se movió con una eficiencia que desmentía su edad. Regresó del establecimiento en segundos, entregándole a Dani una botella de agua y una tableta de chocolate. El niño miró el dulce como si fuera un objeto extraño, luego, agarrando el agua, empezó a hablar en un murmullo frenético.
“Le despidieron”, susurró Dani, sus ojos yendo hacia la carretera, como si esperara que apareciera un monstruo. “Del almacén. Ahora… ahora bebe lo fuerte. Todo el día. Nos fuimos. Mamá nos metió en un autobús, pero nos encontró. Dijo que… que nos estaba ‘cazando’. Que nos daría una ‘lección'”.
Oso seguía agachado, formando un muro entre Dani y el resto del mundo. “¿Dónde os estáis quedando tú y tu madre, Dani?”.
“En el motel. El del cartel del cactus roto. El… el Motel Cactus. Bajando la carretera. Habitación 7”.
El nombre golpeó a los Buitres como un puñetazo. El Motel Cactus era un lugar al que solo ibas cuando no te quedaba otra. Un antro conocido por drogas, miseria y gente de paso.
“Nos encontró anoche”, siguió Dani, su voz tan baja que Oso tuvo que inclinarse. El niño no había tocado el chocolate, pero apretaba la botella con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. “Estaba… gritando. Le pegó a mamá y… y la encerró en el baño. Dijo que iba a ‘acabar esto’ cuando volviera. Salió a por más… más de lo fuerte”.
Dani alzó la vista,Los Buitres rodaron hacia el motel bajo el sol inclemente, sus motores rugiendo como un aviso de que la justicia, aunque tardía, siempre llega.