La voz era como una cuchilla en el viento, cortante y desesperada, tan fría que apenas se distinguía entre el rumor de la calle.
“Señor… Por favor, señor, ¿necesita una criada? Puedo hacer cualquier cosa.”
Carlos Mendoza no se detuvo. Llegaba tarde, los hombros tensos después de una reunión que se había alargado tres horas. Sus zapatos relucientes crujían sobre la gravilla del camino de entrada mientras su mano buscaba el pomo de las altas puertas de hierro negro. Los mendigos eran parte del paisaje diario. Su fortuna era un faro para los desesperados, y había aprendido a levantar muros tan altos como los que rodeaban su finca.
“Por favor…”
La voz se quebró. No fue la súplica lo que lo detuvo, sino el sonido que la siguió. Un gemido débil, ahogado. No de la chica, sino del bulto que llevaba en brazos.
Se volvió, molesto. “No llevo efectivo. Deberías ir al refugio de—”.
Se interrumpió.
Era apenas una muchacha, de veinte años quizás. El rostro macilento, manchado por la suciedad de la calle, los pómulos hundidos como si el hambre hubiera tallado surcos irreversibles. Apretaba contra el pecho un montón de mantas raídas, y desde dentro, un puño diminuto y pálido se agitaba en el aire. Un bebé. Su hermana, había dicho.
El vestido grueso de la chica azotaba sus piernas al moverse. No temblaba: vibraba, como si un cable invisible la mantuviera tensa. Pero no apartó la mirada. Sus ojos, abiertos y firmes, se clavaron en los de él. No era la mirada de una mendiga. Era la mirada de un soldado en un campo perdido, negándose a rendirse.
Y entonces lo vio.
Justo bajo su oreja, donde el cuello del vestido había sido arrancado, había una pequeña marca de nacimiento en forma de media luna.
Carlos Mendoza olvidó respirar. Su mano, que ya tocaba el pomo de la puerta, se quedó helada sobre el metal.
Él conocía esa marca.
Él lo sabía.
El mundo a su alrededor se disolvió. Las telas caras, la gravilla, la joven… todo desapareció, reemplazado por el olor a riel y el eco de gritos. Tenía veintiún años y estaba en el vestíbulo oscuro de esa misma casa, viendo cómo el rostro de su padre enrojecía de furia. Su hermana pequeña, Margarita, lloraba, aferrada a una corneta, con el mismo gesto desesperado.
“¡No quiere el nombre de esta familia, padre! ¡No quiere tu dinero! ¡Pero no me desharé de él!”
“¡Eres mi hija! ¡Fuera! ¡FUERA!”
Recordó a Margarita girándose hacia él, los ojos suplicantes. *Carlos, por favor. No lo permitas.* Y él no había hecho nada. Se quedó en silencio mientras los guardias de su padre la empujaban hacia la tormenta.
Desapareció. La buscaron, claro. Él había gastado fortunas en encontrarla, en aliviar la culpa que se instaló en sus huesos. Pero ella había sobrevivido. Margarita y el bebé al que se negó a renunciar. El bebé, recordó el médico decirle, tenía una marca de nacimiento en forma de media luna en el cuello.
El corazón le golpeó el pecho con tal fuerza que le dolió. Miró a la muchacha. No podía ser. Después de tanto tiempo… aquí, en su puerta.
“¿De dónde sacaste eso?”, preguntó. Su voz era aguda, áspera, casi irreconocible.
La chica, Lucía, parpadeó, sorprendida por su cambio de actitud. Se subió el cuello del vestido con decisión, midiendo la distancia a la puerta como si calculara una huida.
“¿Conseguir qué?”
“La marca. Enséñame el cuello.”
Su mano tembló. “¿Esto? Yo… nací con esto, señor.”
Las palabras lo golpearon como un puñetazo. Se aferró a la puerta, el frío metal mordiéndole la palma, mientras el pasado se abalanzaba sobre él con violencia.
“¿Cómo te llamas?”
“Lucía, señor.”
“¿Y el bebé?”
“Marina. Mi hermana.” Apretó más fuerte a la pequeña. “Señor, perdone la molestia. Me voy. Es que… no ha comido desde ayer. Puedo limpiar. Puedo cocinar. Puedo hacer lo que sea…”
Marina. El nombre de su madre.
Era demasiado. El destino, golpeando su puerta.
“Pasad dentro”, dijo Carlos, la voz baja, casi una orden.
Lucía retrocedió. El miedo era palpable. Había aprendido, se dio cuenta, que los hombres con poder y tristeza no eran aliados. Eran peligrosos.
“Yo… solo necesito trabajo. O comida. No puedo—”
“No estoy preguntando.” Esta vez, la voz fue más suave, pero aún cargada de urgencia. Abrió la puerta de golpe. “Entrad. Ahora. Tu hermana tiene frío.”
Dudó un segundo más, buscando traición en sus ojos. Solo encontró una expresión que la miraba como si fuera un fantasma.
Con un paso tembloroso, Lucía cruzó el umbral.
El calor de la casa la golpeó como un muro. Era denso, perfumado a madera pulida y terciopelo, tan opulento que le dio vértigo. Se tambaleó en el pasillo, los ojos muy abiertos, observando los suelos de mármol, la escalera que se perdía en la penumbra, la lámpara de cristal que brillaba como lágrimas congeladas. Era un palacio. Una prisión.
“¿Carlos? ¿Eres tú? ¿Qué pasa?”
La voz que cortó el silencio era aguda, elegante, gélida. Clara Mendoza entró en el vestíbulo con una mirada de seda negra. Los diamantes en su cuello centellearon. Se detuvo en seco al ver a Lucía.
Los ojos de Clara no miraban: escrutaban. Catalogaban el vestido raído, la cara sucia, el bulto de harapos. Miró a Lucía como si fuera algo que pudiera quitarse de la suela del zapato.
“Carlos”, dijo con una calma venenosa. “¿Qué es esto?”
Lucía se encogió, apretando a Marina contra sí. Bajó la cabeza instintivamente, como si le hubieran enseñado: *No mires a los ricos a los ojos. Sé invisible.*
“Llama a la señora Ortega”, le dijo Carlos a su esposa, la voz aún ronca. “Que prepare la habitación del ala este. Y que traigan leche caliente. Y comida.”
La ceja perfecta de Clara se arqueó. “¿La habitación de invitados? Carlos, ¿has perdido el juicio? Si insistes en la caridad, la cocina puede darle un bocadillo. En la puerta trasera.”
“No es caridad, Clara. Y no usará la puerta trasera.” Señaló un sillón de terciopelo en la sala contigua. “Lucía. Siéntate. Por favor.”
Lucía miró el sillón—inmaculado, color crema—y luego su vestido sucio. Negó con la cabeza. “No puedo, señor. Me quedaré de pie.”
“Siéntate.”
Temblando, ocupó el borde del asiento, lista para huir. La bebé, Marina, se removió, el rostro contraído por el llanto silencioso.
Carlos hizo un sonido extraño, incongruente con su traje impecable. Miró a la niña y luego a Lucía. “Dijiste que tu hermana tiene hambre. ¿Dónde están tus padres?”
Los labios de Lucía temblaron, pero levantó la barbilla. El orgullo volvía. “Muertos, señor. Mi madre… murió cuando yo era pequeña. NuncaCarlos extendió la mano, con los ojos nublados por la emoción, y murmuró: “No estás sola ahora, porque esta es tu casa, y desde hoy, nadie volverá a separarnos”.