Nadie quería bailar con él… hasta que ella le habló en su idioma

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La fiesta se celebró en uno de los locales más exclusivos de Madrid, en la terraza acristalada del Hotel Ritz, donde el cielo anaranjado se fundía con las luces de la ciudad. Era una boda elegante, llena de sonrisas forzadas, trajes a medida y perfumes caros flotando en el aire. La orquesta tocaba un bolero con precisión técnica, pero sin alma.

Todos se esforzaban por parecer felices, todos excepto uno. En una mesa redonda, apartada del centro del salón, un hombre parecía estar allí por error. Álvaro Mendoza, serio, impecable en su traje oscuro, las manos quietas sobre sus piernas. No hablaba con nadie, no miraba a nadie, solo observaba en silencio, como si el mundo a su alrededor fuera una película muda que ya había visto antes. A su alrededor, los invitados evitaban incluso cruzar miradas. Algunos murmuraban sobre él abiertamente. *Dicen que es millonario, pero no lo parece. Escuché que tiene fábricas de coches o que compró media Castilla, pero nadie se le acerca.*

Y aunque la pista de baile comenzaba a llenarse de gente moviéndose torpemente entre risas y copas, él seguía inmóvil, como si no supiera o no quisiera ser parte de ello. No entendía una palabra de lo que decían, pero entendía los gestos, las risas reprimidas, las miradas esquivas. El malestar no necesita traducción.

Mientras tanto, entre bandejas y copas vacías, Lucía se movía ágil por el salón, esquivando conversaciones que no eran suyas. Tenía 24 años, ojos alertas y una expresión neutra, aunque sus pensamientos rara vez callaban. Llevaba el uniforme del personal: blusa blanca, chaleco negro y un delantal bien planchado.

Nadie sabía que hablaba japonés. Nadie sabía que había sido una estudiante destacada antes de dejar la universidad. En la boda, solo era la camarera de pelo oscuro en un rincón, acostumbrada a ser invisible. Pero esa noche su atención se fijó en Álvaro, no por curiosidad superficial, sino por algo más profundo, más humano.

Había en él una soledad que le resultaba familiar, una rigidez que no nacía del orgullo, sino del desarraigo. Desde su rincón, lo vio tomar apenas un sorbo de agua. Notó cómo luchaba por mantener la compostura, como si defendiera una dignidad silenciosa que nadie allí parecía reconocer. No había arrogancia en su mirada, sino un cansancio sutil, antiguo.

Cuando sus miradas se cruzaron, por un instante, Lucía bajó la vista instintivamente, pero sintió algo. No era una conexión romántica ni un flechazo, era otra cosa, como si en medio de la fiesta ambos supieran que no encajaban del todo. Ese intercambio de miradas fue breve, tan breve que nadie más lo notó.

Pero para ambos, sin saberlo aún, esa noche no sería como las demás. Lucía no solía involucrarse con los invitados; conocía su lugar: pasar desapercibida, terminar su turno y volver a casa antes de que el cansancio se convirtiera en tristeza. Pero esa noche, mientras los brindis se repetían con risas cada vez más fuertes, su mirada volvía una y otra vez al rincón donde Álvaro permanecía como una sombra.

Solo, con las manos firmes en su regazo, los ojos clavados en el centro del salón, sin moverse un centímetro. Algo dentro de ella no le permitía ignorarlo. Había visto a mucha gente sola en fiestas, borrachos sin compañía, mujeres ignoradas, tíos divorciados con mirada perdida. Pero esto era distinto. No era la soledad de quien ha sido excluido.

Era la de alguien que, aunque presente, nunca había sido realmente invitado. Lucía lo observó durante varios minutos entre bandejas de canapés, charlas de inversiones y comentarios clasistas lanzados como dardos envueltos en cortesía. *”Ese hombre parece mudo”*, dijo una mujer con vestido rojo, sonriendo maliciosamente. *”O está esperando que le rindan pleitesía”*, contestó su amiga. *”O simplemente no quiere mezclarse con nosotros”*, añadió un hombre, soltando una risa tensa. Lucía sintió esas palabras como un puñetazo en el pecho. No por él exactamente, sino porque había escuchado ese tono demasiadas veces dirigido a personas como ella, gente que trabajaba sirviendo, limpiando, cuidando, gente que no importaba.

Mientras, Álvaro seguía sin reaccionar, pero había una ligera tensión en sus hombros, como si entendiera más de lo que aparentaba, como si cada palabra lo tocara desde lejos. Después de media hora, Lucía se acercó a su mesa con una bandeja de refrescos. No le correspondía, otro camarero se encargaba de esa zona, pero algo la empujó.

Dejó un vaso fresco frente a él con movimientos suaves. Estaba a punto de retirarse cuando lo escuchó decir en voz baja: *”Gracias”*. Su acento era torpe pero entendible. Español básico, con esfuerzo. Lucía lo miró sorprendida y, sin pensarlo, respondió en japonés. *Doitashimashite*. Álvaro alzó la cabeza de golpe. Sus ojos se abrieron ligeramente, y por primera vez en toda la noche, algo cambió en su expresión. Una grieta en el muro.

*”Hablas japonés”*, dijo lentamente, aún en su idioma. Lucía asintió. *”Lo estudié tres años. Me encanta vuestra cultura”*. Él no respondió de inmediato, pero hizo un leve gesto de cabeza, casi una reverencia. Era un movimiento sutil, pero lleno de respeto. Lucía sintió que acababa de cruzar una línea invisible, no solo con él, sino con toda la fiesta.

Sabía que si alguien la veía hablando con un invitado, menos aún con *ese* invitado, las miradas no tardarían en llegar. Pero en ese momento, le dio igual. *”¿Quiere algo más?”*, preguntó ahora en español. Álvaro la miró un segundo largo y luego negó con la cabeza. *”Solo gracias por hablar”*. Lucía asintió. Esbozó una sonrisa tímida, más para sí misma que para él, y siguió caminando entre las mesas.

Nadie lo había notado aún, pero algo había cambiado. Después de ese breve intercambio, Lucía siguió trabajando como si nada hubiera pasado. Pero su cuerpo no mentía; sus pasos eran más ligeros, su respiración más alerta. Sentía una energía distinta en el pecho, una mezcla de adrenalina y duda. Había hecho algo incorrecto.

¿Lo había incomodado? ¿Alguien los había visto? En realidad, sí. Alguien sí. Eduardo, el jefe de camareros, alto, de voz seca y expresión permanentemente molesta, la observaba desde la barra. No gritaba, pero sabía castigar con una sola frase. Y aunque no dijo nada en ese momento, sus ojos siguieron a Lucía con un juicio que ella conocía demasiado bien.

Mientras, en su rincón, Álvaro no se movía mucho, pero algo en él también había cambiado. Ahora sus ojos ya no miraban al vacío, sino que buscaban. Cada cierto tiempo, con discreción, se posaban en Lucía mientras ella pasaba entre las mesas. No era deseo, no era romanticismo, era algo más sencillo y raro: gratitud. Era como si, por primera vez en toda la noche, quizás en muchas noches, alguien lo hubiera visto como una persona.

Los demás invitados seguían igual, riendo fuerte, bailando sin ritmo, fingiendo soltura tras copas caras, pero los murmullos alrededor de Álvaro se volvían más ácidos. *”¿Qué hace aquí ese tipo? No baila ni habla. Seguro lo invitaron por compromiso. ¿Sabías que compró terrenos en Toledo? Qué ridículo tener tanto dinero y no saber comportarse”*.

Las críticas eran bromas disfrazadas, pero Lucía, que pasaba cerca, sintió las palabras como dagas mal envueltas. Y aunque sabía que no era su lugar defender aElla alcanzó su mano en medio de la multitud, y aunque el mundo siguió girando indiferente, en ese instante, ambos supieron que jamás volverían a sentirse tan solos.

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