Sofía Martínez observaba cómo el vapor se elevaba de su taza de té, fingiendo fascinación por cómo la luz jugaba en el platillo. La cafetería en la calle Cervantes era de esas con aire parisino, sillas de mimbre y macetas de lavanda; la había elegido porque le parecía un acto de valentía ocupar un pequeño rincón de belleza mundana un martes por la tarde. A sus treinta y dos años, había aprendido que la valentía ahora era distinta: gestos pequeños, puntadas de confianza que cosía en una vida que ya no se parecía al mapa que había imaginado.
Llegó quince minutos antes, ridículamente puntual: vestido beige (aquel que la hacía sentir como la mujer que era antes del accidente), labios pintados de un rojo discreto que le recordaba que aún podía decidir qué cara mostrar, el pelo recogido en un moño que requería más coraje del que debería. En su silla de ruedas, junto a la mesa más cercana a la acera, esperaba con las manos sobre el regazo, buscando al hombre cuyo perfil le había parecido amable en sus mensajes: Jorge, que había preguntado por sus diseños y su última exposición, que no había hecho drama por la silla de ruedas al escribir.
Lo vio cruzar la calle justo a la hora acordada. Se detuvo, escaneó el lugar y, al posar sus ojos en la silla, su rostro se cerró como una puerta. Sofía lo observó, como si fuera una espectadora ajena. El hombre escribió algo rápido y su móvil vibró: *«Lo siento, algo ha surgido. No podré ir. Mucha suerte»*.
La boca se le secó. Permaneció inmóvil, como si su cuerpo, que ya había soportado tanto, pudiera aguantar una decepción más sin desmoronarse. Sintió aquella astilla familiar: la reducción. Ya no era Sofía, la mujer con manías absurdas al tomar el café y una risa suave, sino «la silla de ruedas», la historia que alejaba a la gente.
Pensó en irse, por dignidad. *«Termina el té»*, se dijo, como si sorber la mitad de una taza pudiera remendar su orgullo. Contuvo las lágrimas y sacó un cuaderno de bocetos, fingiendo dibujar. Sus manos temblaban tanto que las líneas se volvieron un mapa de acuarela.
Entonces una vocecita irrumpió en la escena como si alguien hubiera volcado un tarro de estrellas en el suelo.
—Hola —dijo una niña, seria, como si midiera cada palabra—. ¿Por qué estás triste?
Llevaba coletas rubias con lazos rojos, un unicornio de peluche abrazado al pecho y un zapato desatado. Sus ojos azules eran enormes, llenos de curiosidad. Sofía se secó las palmas con el dorso de la mano y sonrió con esa generosidad que reservaba para niños y perros.
—Estoy bien, cariño. ¿Te has perdido? ¿Dónde está…?
—Papá está ahí —contestó la niña, señalando con un dedo pegajoso. Un hombre se acercó rápido, el abrigo ondeando como si el peso del mundo lo hubiera retrasado. Treinta y tantos, atractivo, pero no del tipo que grita; más bien del que llena una habitación con calma. Tenía esa seguridad de quien está acostumbrado a ser escuchado, la compostura de un director general que responde por más que su propio almuerzo.
—Lucía —dijo con suavidad, pero su mirada se ablandó al posarse en Sofía. Vio las huellas de lágrimas, la silla vacía frente a ella, y algo en su expresión severa cedió.
—Perdona si te ha asustado. Tiene costumbre de escaparse —miró al unicornio—. ¿Es Brillito? La semana pasada obligó a todos sus peluches a terminar en «-ito».
—Brillito —confirmó Lucía, y entonces, con la solemnidad de un juez, preguntó lo que los adultos temen responder—: ¿Por qué tienes ruedas?
El padre frunció el ceño—. Lucía, eso no se pregunta…
—No pasa nada —interrumpió Sofía—. Pregunta lo que quieras. —Tomó el peluche que la niña le ofrecía como una ofrenda. Estaba gastado en los bordes y olía a protector solar con aroma a plátano. Sofía le sonrió, y esa sonrisa llegó como un pequeño sol.
—Tuve un accidente. Mis piernas no funcionan como las tuyas, así que uso esta silla para moverme. Como cuando tu papá va en coche en vez de caminar.
Lucía asintió, como si el universo hubiera recuperado el sentido—. ¿Puedo sentarme contigo? Pareces sola.
Sofía rio, sincera—. Me encantaría… si tu padre no se opone.
El hombre dudó un instante—. Vale —dijo, y se sentó sin dejar de mirarla—. Voy a por cafés mientras me cuentas de Brillito.
Lucía ocupó la silla que Jorge había dejado vacía, colocando el unicornio entre ellas como un tratado de paz.
—Soy Adrián —dijo él al volver con dos tazas y un zumo que Lucía aceptó como un tesoro—. Adrián Delgado.
—Sofía Martínez —respondió ella, incómoda por el rastro húmedo en sus ojos. Detestaba la lástima; la palabra sabía a arena en la boca.
Hablaron porque, a veces, las palabras fluyen mejor entre desconocidos. Adrián hizo preguntas sobre su trabajo, sus clientes, sin indagar en el accidente. Cuando ella habló del coche, la ambulancia, los meses de rehabilitación, escuchó como quien no busca un problema que resolver.
Cuando Lucía garabateó en una servilleta, anunció—: Brillito alegra a los tristes. ¿Quieres abrazarlo? —Le entregó el unicornio como un sacramento.
Sofía lo apretó. El cuerno estaba remendado con hilo fluorescente, torpemente cosido. Eso lo hacía más humano, como las cicatrices. Aspiró el olor a ceras y tardes en el parque, y algo en su pecho encajó en forma de posibilidad.
Adrián se inclinó hacia ella—. Siento lo del otro hombre. Lo vi desde la heladería de enfrente. Escribió algo y se fue sin mirarte. Me enfureció. Quería… —tragó algo que no era café—. Quería decirle cuatro cosas.
Sofía enrojeció—. ¿Viste eso? Pensé que quizás lo había imaginado.
—No —dijo él—. No lo imaginaste. Gente como él es pequeña, no por lo que no soportan, sino por su falta de generosidad. —Miró a Lucía, dormida contra su pecho—. A veces, la mejor respuesta a la crueldad es mostrar a alguien su valor, no malgastar energía en quienes nunca lo verán.
—No me conoces —dijo Sofía, aunque sus dedos se relajaban alrededor de Brillito—. Podrías ser de esos que rescatan a mujeres tristes en cafés.
Adrián sonrió, simple y honesto—. Podría. Pero soy un hombre que perdió a su esposa hace tres años por el cáncer, y que cría solo a este torbellino. Trabajo mucho, tomo decisiones difíciles, y estoy cansado. Algunas me han querido por lo que tengo, otras huyeron ante los berrinches. Pero al verte con Lucía… fuiste humana. Eso me dijo más que cualquier perfil.
Sofía soltó una risa que se quebró en llanto y luego en calma. Le contó una versión digna de la noche del accidente, del zumbido de los hospitales, de cómo sus dedos volvieron a sostener un pincel. Adrián escuchó. Cuando mencionó al hombre que se fue, exhaló algo entre ira y alivio.
—Me alegro de que no se quedara. No por tu dolor, sino porque, si lo hubiera hecho, quizás Lucía no habría traído a Brillito. A veces las puertas se cierran para que otras se abran. Es un cliché, peroSofía acarició el desgastado cuerno de Brillito, miró a Adrián y a Lucía, y supo que, a veces, la vida no se parece al mapa que planeamos, sino a un sendero inesperado lleno de pequeñas y luminosas sorpresas.