Lucía Méndez observó cómo el vapor se elevaba de su taza de té, fingiendo fascinarse por cómo la luz jugaba con el platillo. La cafetería en la calle Cervantes era de esas con aires parisinos: sillas de mimbre y macetas de lavanda. La había elegido porque le parecía valiente disfrutar de una belleza pequeña y cotidiana un martes por la tarde. A sus treinta y dos años, había aprendido que el coraje tenía otra forma ahora: gestos pequeños, puntadas de confianza que cosía en una vida que ya no se ajustaba al mapa que había planeado.
Llegó quince minutos antes, ridículamente precisa: vestido beige (aquel que la hacía sentir como la mujer que era antes del accidente), labios pintados de un rojo suave que le recordaba que aún tenía rostros que lucir, el pelo recogido en un moño que le costó más valor del que debería. Se sentó en su silla de ruedas en la mesa más cercana a la acera, las manos sobre el regazo, buscando al hombre cuyo perfil le había parecido amable en sus mensajes: David, que le preguntó por sus diseños y por aquella exposición, que no hizo drama con la silla de ruedas cuando hablaron.
Lo vio cruzar la calle justo a la hora. Se detuvo, escaneó el lugar, y su cara—al posarse en la silla—se cerró como una puerta. Por un instante, Lucía lo miró como si fuera una observadora ajena. Él escribió algo rápido y su móvil vibró: *”Lo siento, ha surgido algo. No puedo ir. Mucha suerte.”*
La boca se le secó. Permaneció inmóvil, como si su cuerpo, que ya había soportado tanto, pudiera aguantar una decepción más sin desmoronarse. Sintió aquella vieja sensación de ser reducida: no Lucía, la mujer con sus manías con el café y una risa suave, sino una silla de ruedas y una historia que ahuyentaba a los demás.
Pensó en irse, por dignidad. *Termina el té,* se dijo, como si sorberlo pudiera remendar el orgullo. Contuvo las lágrimas y sacó un cuaderno de dibujo, fingiendo esbozar algo. Sus manos temblaban tanto que los trazos se convirtieron en un mapa acuarela.
Entonces, una vocecita irrumpió como si alguien hubiera vaciado un tarro de estrellas en el suelo.
—Hola—dijo una niña, solemne, como si midiera sus palabras. Tenía coletas rubias con cintas rojas y un unicornio de peluche abrazado al pecho, un zapato desatado. Sus ojos azules eran enormes de curiosidad—. ¿Por qué estás triste?
Lucía se secó las palmas con el dorso de la mano y sonrió con esa generosidad que reservaba para niños y perros.
—Estoy bien, cariño—dijo—. ¿Te has perdido? ¿Dónde está tu…?
—Papá está ahí—respondió la niña, señalando con un dedo pegajoso. Un hombre se acercó, la chaqueta ondeando como si el peso del mundo lo hubiera retrasado. Era atractivo, sí, pero de una forma que no gritaba: más bien la clase de presencia que llena una habitación de calma. Llevaba la seriedad de alguien acostumbrado a ser escuchado, la compostura de un director que responde por más que su propio almuerzo.
—Clara—dijo suavemente, pero su mirada se dulcificó al posarse en Lucía. Vio las huellas de lágrimas, la silla vacía frente a ella, y algo en su rigidez cedió—. Perdona si te ha asustado. Tiene costumbre de escaparse cuando no miro.
Miró al unicornio.
—¿Es Brillito? La semana pasada obligó a todos sus juguetes a terminar en *-ito*.
—Brillito—confirmó Clara y luego, con la solemnidad de un juez, soltó la pregunta que los adultos temen responder—: ¿Por qué tienes ruedas?
El rostro del padre se nubló con una reprimenda educada.
—Clara, eso es grosero—
Lucía lo interrumpió.
—No pasa nada, de verdad. Pregunta.
Envuelve sus dedos alrededor del peluche que la niña le ofreció como una ofrenda. El juguete estaba gastado y olía a protector solar con aroma a plátano. Lucía sonrió, y esa sonrisa llegó como un pequeño sol.
—Tuve un accidente—explicó—. Mis piernas no funcionan como las tuyas, así que uso esta silla para moverme. Es como cuando tu papá va en coche en vez de caminar.
Clara asintió, como si el universo hubiera recuperado su lógica.
—¿Puedo sentarme contigo? Pareces sola.
Lucía rio, suave y sincera.
—Me encantaría compañía… si tu padre no se opone.
El hombre esperó un instante, midiéndola.
—Vale—dijo, y se sentó sin apartar los ojos de ella—. Yo traeré los cafés mientras me cuentas de Brillito—le dijo a Clara, quien se subió a la silla que David había dejado vacía, colocando el unicornio entre ellas como trazando una frontera.
—Soy Adrián—dijo al volver con dos tazas y un batido para Clara, que lo aceptó como un tesoro—. Adrián Montes.
—Lucía Méndez—respondió ella, avergonzada por el rastro húmedo en sus ojos.
Hablan porque a veces las palabras fluyen mejor entre desconocidos. Adrián preguntó por su trabajo, por sus clientes. No indagó sobre el accidente; dejó que ella lo contara a su manera, y cuando lo hizo, escuchó sin buscar soluciones inventadas.
Cuando Clara dibujó un garabato en una servilleta, anunció:
—Brillito hace feliz a la gente triste. ¿Quieres abrazarlo?
Lo depositó en el regazo de Lucía como entregando un sacramento. El peluche tenía la costura del cuerno remendada con hilo fluorescente. Lucía inhaló el olor a crayones y tardes de parque, y algo en su pecho encajó como posibilidad.
Adrián se sentó frente a ella.
—Siento lo del otro—dijo en voz baja—. Lo vi desde la heladería de al lado: te miró, escribió algo y se fue sin cruzarse contigo. Quise…—Tragó algo que no era café—. Quise decirle algo.
Lucía enrojeció.
—¿Viste eso? Pensé que tal vez lo había malentendido.
—No—replicó él—. No te equivocaste. Gente así es pequeña, no por lo que no soportan, sino por negarse a ser generosos.
La miró a los ojos.
—A veces, la mejor respuesta a la crueldad es la amabilidad. Mostrarle a alguien su valor en vez de perder energía con quien jamás lo vería.
—No me conoces—dijo Lucía, aunque sus dedos se aferraban a Brillito—. Podrías ser un tipo que rescata a mujeres tristes en cafés.
La sonrisa de Adrián era sencilla, honesta.
—Podría. Pero soy un hombre que perdió a su esposa hace tres años—cáncer—y cría solo a este torbellino. Dirijo una empresa, tomo decisiones difíciles y estoy cansado. Algunas se han fijado en mí por lo que tengo o por lo que puedo dar. Otras pensaron que Clara era un accesorio. Pero cuando te vi con ella, no fingiste. Eras humana. Eso me dijo más que cualquier perfil.
Lucía rio, luego lloró, y luego se calmó. Le contó una versión digna de aquella noche en que el coche chocó contra una farola, de las terapias, de cómo su mano izquierda fue la primera en recordar sostener un pincel. Adrián escuchó. Cuando mencionó al hombre que se fue, él exhaló algo entre furia y alivio.
—Me alegro de que no se quedara. No porque te hirEl tiempo les enseñó que las historias más bellas no siempre comienzan con un cuento de hadas, sino con alguien que elige quedarse cuando otros se van.