Hoy escribo en mi diario con el corazón lleno. La trabajadora social nos dijo que la petición de la madre moribunda era imposible, pero habíamos recorrido 2.000 kilómetros para escucharla de sus labios.
Mi hermano de motero, Javier, y yo estábamos en el pasillo de ese centro de acogida a las once de la noche un martes, aún con nuestras chaquetas llenas de polvo, esperando a que la sacaran.
Nunca habíamos visto a esa mujer. No supimos su nombre hasta hace tres días. Pero su hermana llamó a nuestro club de moteros veteranos con una súplica que partió el alma a todos:
“Mi hermana tiene cáncer en fase IV y cuatro niños menores de nueve años. Su padre está en prisión. Le quedan semanas de vida y los Servicios Sociales los separarán en casas de acogida diferentes.”
La voz de la hermana tembló. “Oyó lo de vuestras campañas de juguetes y los niños que habéis ayudado. Os pide que mantengáis a sus hijos juntos.”
La directora del centro fue clara al teléfono: “Dos hombres solteros de cincuenta años sin experiencia parental no pueden adoptar a cuatro niños traumatizados. No es personal, es norma.”
Pero si queríamos conocerlos y contribuir a su fondo de ayuda, éramos bienvenidos.
Fuimos igual. Javier y yo hablamos diez minutos antes de saber que haríamos el viaje.
Los dos habíamos perdido familias—yo en un divorcio hace veinte años, él en un accidente que se llevó a su esposa y su bebé.
Los dos habíamos huido de ese dolor sobre nuestras motos. Y los dos habíamos llegado al punto en que huir ya no bastaba.
La puerta se abrió y una enfermera la sacó en silla de ruedas. Lucía. Treinta y dos años pero parecía cincuenta.
El cáncer le había robado el peso, el pelo, el color. Pero sus ojos—sus ojos ardían con vida y desesperación.
Detrás venían cuatro criaturas, de dos a ocho años, agarrados de la mano. La mayor, Ana, sujetaba a la pequeña con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. Habían aprendido a no soltarse.
Eso me destrozó.
Lucía nos miró—dos moteros grandullones con barba y chaquetas de cuero—y sonrió. “Vinisteis”, susurró. “Rosa dijo que quizá fuerais tan locos como para venir, pero no lo creí.”
Lloraba. “Vinisteis.”
Javier se arrodilló para estar a su altura. Yo mido 1,90 y él 1,93, y los dos tenemos pinta de obreros. Podríamos asustar.
Pero su voz era suave. “Señora, su hermana nos habló de su situación. Queríamos conocerla a usted y a sus preciosos niños.”
Los niños nos miraban como si fuéramos osos en el pasillo. La pequeña, de dos años, se escondía tras su hermana.
Lucía agarró la mano de Javier. “Me muero. Los médicos dan un mes.”
“Van a separar a mis hijos. Ana tiene ocho. Pablo, seis. Clara, cuatro. La pequeña Lucía, dos. Nunca han estado separados. Tienen miedo.”
Hizo una pausa. “El sistema los meterá en casas diferentes porque nadie quiere cuatro niños, y menos…” Se calló.
“¿Menos qué?”, pregunté suavemente.
Bajó la vista. “Menos cuatro niños mestizos cuyo padre está en prisión y cuya madre se muere en un albergue.”
“Sé lo que dicen las estadísticas. Sé qué les pasa a niños como los míos. Yo estuve en el sistema. Te rompe.”
Me miró fijo, apretando la mano de Javier. “Pero oí lo que hacéis los moteros. Las campañas de juguetes. Los niños que protegéis. Las familias que ayudáis.”
“Rosa me enseñó lo de vuestro club pagando el funeral de ese veterano. Dijo que quizá, solo quizá, podríais mantener juntos a mis hijos.”
Ana, la de ocho años, dio un paso adelante. Menuda, toda ojos y furia protectora.
“¿Vais a separarnos?”, exigió saber. “Porque si es así, me escaparé con mis hermanos. Le prometí a mamá que no nos separaríamos.”
Su barbilla temblaba, los brazos cruzados. Esa niña ya era una madre para sus hermanos. Ocho años y cargando el mundo.
Me arrodillé también. “Ana, no estamos aquí para separaros. Vinimos porque vuestra madre quiso conocernos.”
Miré a Lucía. “Señora, seré claro. Javier y yo no estamos casados. No somos ricos. Somos albañiles que van en moto los fines de semana.”
“Vivimos sencillamente. Pero somos veteranos, tenemos limpios nuestros historiales, y sabemos qué es perderlo todo.” Me callé un instante. “Y los dos sabemos lo que es desear que alguien aparezca cuando más lo necesitas.”
Javier habló. “La trabajadora social dijo que no podíamos adoptar a los cuatro. Que es norma. Dos hombres solteros no pueden.”
Miró a Lucía. “Pero las normas se pueden cambiar. Tenemos sesenta hermanos en el club, muchos son padres y abuelos.”
“Tenemos abogados, maestros, médicos. Gente que conoce el sistema.” Se detuvo. “Si quiere que luchemos por sus hijos, lucharemos. Como demonios.”
Lucía se echó a llorar. No lágrimas silenciosas—sollozos que le sacudían el cuerpo.
Los niños se abalanzaron sobre ella, acurrucándose en su regazo, acariciándole los brazos, diciéndole que todo iba a estar bien.
Pablo, el de seis años, nos miró con lágrimas. “¿Vais a ser nuestros papás?”, preguntó. “Mamá dijo que quizá vendrían ángeles. ¿Sois ángeles?”
La voz de Javier quebró. “No, chaval. Solo dos moteros viejos. Pero os protegeremos como ángeles si nos dejáis.”
Clara, la de cuatro, tiró de mi chaqueta. Señaló el parche con la bandera de España. “Mi yaya tenía esa en casa”, dijo en voz baja. “Antes de irse al cielo.”
Tragué saliva. “Mi madre me dio esta bandera. Ella también está en el cielo. Quizá tu yaya y mi madre sean amigas allí.”
Clara lo pensó seriamente. Luego alzó los brazos.
Miré a Lucía—asintió—y la alcé. Pesaba tan poco. Me abrazó al cuello y susurró: “Hueles a campo. Al campo bueno, no al que da miedo.”
La sostuve e intenté no llorar.
Javier cogió a la pequeña Lucía, que le agarró la barba al instante. “Suave, cariño”, dijo su madre, pero Javier se rió. “No pasa nada. He tenido peores.”
Pasamos dos horas allí. Lucía nos contó todo—sus comidas favoritas, sus miedos, sus sueños.
Ana quería ser maestra. Pablo adoraba los dinosaurios. Clara tenía pánico a la oscuridad. La pequeña Lucía no dormía sin su conejo de peluche.
Nos habló del padre—un hombre bueno que tomó malas decisiones y cumplía ocho años. Dijo que luchó por mantenerlos unidos, con tres trabajos, hasta que el cáncer vino rápido y cruel.
“No quiero que me olviden”, susurró. “Ni que piensen que los abandoné.”
Me agarró la mano. “¿Me prometéis que les diréis que su madre los quiso? Que luchó por ellos hasta el final?”
Los dos lo prometimos. Le juramos a una mujer moribunda que apenas conocíamos que criaríamos a sus hijos y les haríamos saber que fueron amados.
La directora nos llamó a su despacho. “Señores, admiro vuestra intención, pero deben entender la realidad.”
“No entregarán cuatro niños a dos hombres sin experiencia parental. No ocurrirá. Lo siento.”
La miré. “Pues seremos acogedores hasta adoptarlos. Haremos los cursos. PasY hoy, cuando veo a mis cuatro hijos durmiendo apaciblemente bajo el mismo techo, sé que cada kilómetro valió la pena.