Mujer en refugio suplica que adopten a sus cuatro hijos antes de morir

6 min de leitura

**Diario de un Hombre**

La trabajadora social nos dijo que la petición de la madre moribunda era imposible, pero habíamos recorrido 1.900 kilómetros para escucharla de sus propios labios.

Mi hermano de viaje, Pablo, y yo estábamos en el pasillo del centro de acogida a las once de la noche de un martes, aún con nuestras chaquetas de cuero cubiertas de polvo, esperando a que la sacaran.

Nunca habíamos conocido a esta mujer. No supimos su nombre hasta hace tres días. Pero su hermana llamó a nuestro club de moteros veteranos con una súplica que partió el corazón de todos en el local:

*”Mi hermana tiene cáncer en fase cuatro y cuatro niños menores de nueve años. Su padre está en prisión. Le quedan semanas de vida y los Servicios Sociales los separarán en hogares de acogida diferentes.”*

La voz de la hermana se quebró. *”Ha oído hablar de vuestras caravanas solidarias y de los niños a los que habéis ayudado. Os ruega que alguien mantenga a sus hijos juntos.”*

La directora del centro fue clara por teléfono: *”Dos hombres solteros en sus cincuenta sin experiencia con niños no pueden adoptar a cuatro menores traumatizados. No es personal, son las normas.”*

Pero si queríamos conocerlos y contribuir a su fondo de ayuda, éramos bienvenidos.

Fuimos igual. Pablo y yo hablamos apenas diez minutos antes de decidir emprender el viaje.

Los dos habíamos perdido familias—yo por un divorcio hace veinte años, él en un accidente de coche que se llevó a su esposa y a su bebé.

Ambos habíamos pasado décadas huyendo de ese dolor sobre nuestras motos. Y los dos habíamos llegado al punto en que huir ya no era suficiente.

La puerta se abrió, y una enfermera la sacó en silla de ruedas. Lucía. Treinta y dos años, pero aparentaba cincuenta.

El cáncer le había robado el peso, el pelo, el color. Pero sus ojos—sus ojos ardían con una intensidad desesperada.

Detrás venían cuatro criaturas, de dos a ocho años, cogidos de la mano. La mayor, Carla, agarraba al pequeño tan fuerte que tenía los nudillos blancos. Habían aprendido a no soltarse.

Eso me destrozó.

Lucía nos miró—dos moteros grandes, con barba, chaquetas de cuero y parches—y sonrió. *”Habéis venido,”* susurró. *”Rosa dijo que quizá seríais tan locos como para venir, pero no lo creí.”*

Rompió a llorar. *”Habéis venido.”*

Pablo se arrodilló para estar a su altura. Mido 1,88 y él 1,92, y los dos somos corpulentos como los obreros que somos. Podríamos dar miedo.

Pero su voz era suave. *”Señora, su hermana nos contó su situación. Queríamos conocerla a usted y a sus preciosos hijos.”*

Los niños nos miraban como si fuésemos osos que hubiesen entrado en el edificio. El pequeño de dos años se escondía tras Carla, la de ocho.

Lucía tomó la mano de Pablo con las suyas. *”Me estoy muriendo. Los médicos dicen que quizá un mes.”*

*”Van a separar a mis niños. Carla tiene ocho. Pablo seis. Sofía cuatro. Lucía, la pequeña, dos. Nunca han estado separados. Tienen miedo.”*

Hizo una pausa. *”El sistema los meterá en casas distintas porque nadie quiere cuatro niños a la vez, sobre todo…”* Se detuvo.

*”¿Sobre todo qué?”* pregunté con suavidad.

Bajó la mirada. *”Sobre todo cuatro niños mestizos cuyo padre está en la cárcel y cuya madre se muere en un centro.”*

*”Sé lo que dicen las estadísticas. Sé lo que les pasa a niños como los míos en el sistema. Yo estuve ahí. Te rompe.”*

Nos miró de nuevo, apretando la mano de Pablo. *”Pero he oído lo que hacéis los moteros. Las caravanas solidarias. Los niños que protegéis. Las familias que ayudáis.”*

*”Rosa me enseñó la noticia de vuestro club pagando el funeral de un veterano. Dijo que quizá, solo quizá, podríais ayudarme a mantener a mis hijos juntos.”*

Carla, la de ocho años, dio un paso adelante. Era pequeña, con ojos enormes y una furia protectora.

*”¿Vais a separarnos?”* exigió. *”Porque si es así, me escaparé con mis hermanos. Le prometí a mamá que no nos separaríamos.”*

Su barbilla temblaba, los brazos cruzados. Esa niña ya se había convertido en madre. Ocho años y llevando el peso del mundo.

Me arrodillé también. *”Carla, no estamos aquí para separaros. Hemos venido porque tu mamá nos pidió que os conociéramos.”*

Miré a Lucía. *”Señora, voy a ser sincero. Mi hermano Pablo y yo no estamos casados. No somos ricos. Somos obreros que montamos en moto los fines de semana.”*

*”Vivimos vidas sencillas. Pero los dos somos veteranos, tenemos historiales limpios y sabemos lo que es perderlo todo.”* Hice una pausa. *”Y sabemos lo que es desear que alguien aparezca cuando más lo necesitas.”*

Pablo habló. *”La trabajadora social nos dijo por teléfono que no podemos adoptar a los cuatro. Que va contra las normas. Que dos hombres solteros no pueden acoger a cuatro niños.”*

Miró a Lucía fijamente. *”Pero las normas pueden cambiarse. Tenemos sesenta hermanos en el club, y la mayoría son padres y abuelos.”*

*”Tenemos abogados, maestros, sanitarios. Gente que sabe cómo funciona el sistema.”* Hizo una pausa. *”Si quiere que luchemos por sus hijos, lucharemos. Como demonios.”*

Lucía empezó a sollozar. No lágrimas silenciosas—sacudidas que le recorrieron el cuerpo.

Los niños se abalanzaron sobre ella, rodeando su silla de ruedas, tocando sus brazos, diciéndole que todo estaría bien.

Pablo, el de seis años, nos miró con lágrimas. *”¿Vais a ser nuestros papás?”* preguntó. *”Mamá dijo que quizá vendrían ángeles. ¿Sois ángeles?”*

La voz de Pablo se quebró. *”No, pequeño. Solo somos dos moteros viejos. Pero os protegeremos como ángeles si nos dejáis.”*

Sofía, de cuatro años, tiró de mi chaqueta. Señaló mi parche con la bandera española. *”Mi abuela tenía esa bandera en casa,”* dijo en voz baja. *”Antes de irse al cielo.”*

Tragué saliva. *”Mi madre me dio este parche. Ella también está en el cielo. Quizá tu abuela y mi madre sean amigas allá arriba.”*

Sofía lo pensó con seriedad. Luego alzó los brazos.

Miré a Lucía—asintió—y la levanté. Era tan ligera. Me rodeó el cuello y susurró: *”Hueles a campo. Al campo bueno, no al que da miedo.”*

La abracé e intenté no llorar.

Pablo cogió a Lucía, la pequeña de dos años, que le agarró la barba al instante. *”Suave, cariño,”* susurró su madre, pero Pablo solo rio. *”No pasa nada. He sufrido peores cosas.”*

Pasamos dos horas allí. Lucía nos contó todo—sus comidas favoritas, sus miedos, sus sueños.

Carla quería ser maestra. Pablo amaba los dinosaurios. Sofía tenía miedo a la oscuridad. La pequeña Lucía no dormía sin su conejo de peluche.

Nos habló del padre—un buen hombre que tomó malas decisiones y cumplía ocho años. De cómo luchó por mantenerlos juntos, trabajando en tres empleos, hasta que el cáncer llegó rápido y cruel.

*”No qu**Diario de un Hombre**

Hoy, cuando los cuatro corren por el jardín riendo bajo el sol de la tarde, sé que Lucía nos mira desde algún lugar y sonríe, porque su última batalla no fue en vano.

Leave a Comment