Mi hijo me avisó desde el avión: ¡Tu nuera está a bordo! ¿Quién ocupa nuestro…?

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**Diario de Javier López**

Mi hijo menor, Sergio, que es piloto, me llamó hoy. «Papá, pasa algo raro. Mi cuñada está en casa». «Sí», le contesté. «Está en el baño». Su voz bajó a un susurro. «Imposible, porque tengo su pasaporte en mis manos. Acaba de abordar mi vuelo a París». En ese momento, escuché pasos detrás de mí.

Esta mañana, como cualquier otro día, me apuraba a lavar los platos después del desayuno. Álvaro, mi hijo mayor, ya se había ido al trabajo, dejando la casa en silencio. A mi nieto Lucas, ese pillo de siete años, lo había recogido el autobús del colegio. Y Claudia, mi nuera, acababa de subir las escaleras. «Voy a darme una ducha, papá», dijo con su voz suave. Asentí y seguí con mis quehaceres.

Justo cuando terminé, sonó el teléfono fijo. Me sequé las manos en el delantal y corrí a contestar. Era Sergio, mi hijo pequeño, con esa voz alegre que siempre me anima. «Solo te llamo para saludarte, tengo un ratito libre en una escala». Escucharlo fue como un abrazo al corazón. Sergio es mi orgullo, un copiloto que vive su sueño de surcar los cielos.

Pero de repente, su tono cambió. «Oye, papá, pasa algo raro. Mi cuñada está en casa». Me extrañé. Miré hacia arriba, donde aún se escuchaba el agua del baño. «Claro, mijo. Claudia se está duchando». Recordaba perfectamente su blusa blanca, la misma que siempre lleva en casa.

Al otro lado, Sergio guardó silencio. Cuando habló, su voz era grave. «Papá, es imposible. Tengo su pasaporte aquí. Acaba de subir a mi avión rumbo a París». Me reí, pensando en un error. «Seguro te confundiste, mijo. Claudia está aquí». Pero él no se rió. Me contó que encontró el pasaporte en la puerta de embarque. Al abrirlo, vio la foto de Claudia. No había duda.

El corazón se me aceleró, pero traté de mantener la calma. «¿Estás seguro, hijo?». Él suspiró. «Papá, acabo de bajar a la cabina. Está sentada en primera clase junto a un hombre elegante. Parecen pareja». Las palabras me atravesaron como un cuchillo.

En ese instante, el agua dejó de correr. La puerta del baño se abrió y Claudia bajó las escaleras. «¡Papá! ¿Con quién hablas?». Entré en pánico. «Con un amigo», mentí, temblando. Cerré la puerta de la sala y susurré al teléfono: «Sergio, acabo de ver a Claudia. Está aquí».

Él no lo dudó. «Papá, es imposible. La tengo frente a mí en este avión». Colgué. La sala se volvió opresiva, aunque fuera un día soleado. Si Claudia estaba aquí… ¿quién era esa mujer en el avión?

Minutos después, Claudia bajó a la cocina, sonriendo. «Voy al mercado. ¿Necesitas algo?». Le pedí tomates, y salió con su cesta. La vi alejarse, sintiendo un nudo en el estómago. No dudaba de Sergio, pero tampoco de lo que veían mis ojos.

Esa noche, todo cambió. Durante la cena, Lucas derramó un vaso. Claudia le gritó con irritabilidad. Álvaro la reprendió, y ella replicó: «Siempre lo defiendes». El ambiente se envenenó. Lucas lloró.

Pasaron días de dudas. Claudia cambiaba de humor, de manos al escribir, de detalles pequeños. Hasta los vecinos notaban algo raro. Decidí investigar. La seguí y la vi entrar a un callejón en Lavapiés, donde vivía una chica idéntica a ella: Lucía. La verdad estalló.

Claudia y Lucía eran gemelas. Claudia usaba a Lucía para cubrir sus engaños mientras vivía una doble vida con un hombre adinerado. La confronté en una cena familiar, con Lucía y Sergio como testigos. Claudia confesó su infidelidad y se fue.

El dolor fue inmenso, pero Lucía, con su bondad, se quedó. Con el tiempo, Álvaro y ella se enamoraron. Hoy, son felices, y Lucas la llama «mamá».

Esta experiencia me enseñó que la verdad, aunque duela, libera. A veces, las mentiras más dolorosas esconden segundas oportunidades.

**Reflexión final:**
Si estuvieras en mi lugar, ¿qué harías? ¿Callar para mantener la paz o enfrentar la verdad? Cada historia es una luz para quien la necesita. Gracias por escuchar la mía.

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