Hace años, recibí una llamada de mi hijo menor, que es piloto de aviación. “Mamá, pasa algo extraño”, me dijo con voz temblorosa. “Mi cuñada está en casa”. Le contesté que sí, que en ese momento estaba en la ducha. Entonces su voz se convirtió en un susurro: “Imposible, porque tengo su pasaporte en mis manos. Acaba de subir a mi vuelo con destino a Francia”. En ese instante, escuché pasos detrás de mí.
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Esa mañana, como cualquier otra, me apuraba a lavar los platos después del desayuno. Jaime, mi hijo mayor, había salido temprano al trabajo, dejando la casa en silencio. A mi nieto Lucas, ese pillo listo de siete años, ya lo había recogido el autobús del colegio. Y Martina, mi nuera, la esposa de Jaime, acababa de subir las escaleras. Su voz dulce llegó hasta mí: “Mamá, voy a darme un baño rápido”. Asentí con la cabeza, sonriendo.
Apenas acabé de guardar el último plato cuando sonó el teléfono fijo. Me sequé las manos en el delantal y corrí a contestar. La voz alegre y joven de Diego, mi hijo menor, llenó la línea. “Mamá, solo te llamo para saludarte. Tengo un ratito libre en una escala en el aeropuerto”. Escuchar su voz fue un bálsamo para mi corazón. Diego, mi orgullo, era copiloto y siempre viajando, viviendo el sueño de surcar los cielos que tuvo desde niño.
Le pregunté por su vuelo y cómo estaba. Se rió y me dijo que todo marchaba sobre ruedas. Pero de pronto, su tono cambió. “Oye, mamá, pasó algo muy raro. Mi cuñada está en casa”. Me extrañó. Miré hacia las escaleras, donde aún se escuchaba el agua correr. “Claro, hijito. Martina se está bañando arriba”, contesté segura.
Martina me había hablado hacía menos de diez minutos, con esa blusa blanca que siempre usaba en casa. ¿Cómo iba a equivocarme? Pero del otro lado, Diego guardó silencio tanto tiempo que hasta su respiración se oía. Luego, con voz grave, dijo: “Mamá, es imposible, porque tengo su pasaporte aquí. Acaba de subirse a mi vuelo con destino a Francia”.
Me reí, pensando que se había equivocado. “Ay, hijo, seguro viste mal. Acabo de ver a Martina. Incluso me dijo que iba a bañarse”. Intenté calmarlo, pero él no se rió. En cambio, me contó con voz lenta, como si intentara ordenar sus pensamientos, que tras el embarque de todos los pasajeros, salió corriendo a buscar unos papeles olvidados y encontró un pasaporte tirado. Cuando lo abrió, se heló: la foto era de Martina.
Mi corazón latió más rápido, pero traté de mantener la calma. “¿Estás seguro, Diego? Ese pasaporte podría ser de otra persona”. Pero su voz, ahora firme, replicó: “Mamá, bajé a la cabina y la vi. Está sentada en primera clase junto a un hombre elegante. Hablaban muy cerca, como pareja”.
Sus palabras me atravesaron como un cuchillo. Me quedé tiesa, apretando el auricular, repitiendo mentalmente: “como pareja”. Era imposible. Acababa de oír a Martina arriba. La había visto con mis propios ojos. Pero justo entonces, el agua dejó de correr. La puerta del baño se abrió, y la voz de Martina bajó las escaleras.
“¡Mamá! ¿Con quién hablas?”. Entré en pánico. El corazón me golpeaba tan fuerte que temí se me saliera del pecho. “Con una amiga, nada más”, contesté con voz quebrada, escondiéndome en la sala.
Martina asomó la cabeza, el pelo aún húmedo. Cerré la puerta y susurré al teléfono: “Diego, acabo de oír a Martina. Está aquí. Se acaba de bañar. ¿Seguro no te equivocaste?”. Él calló un momento y luego, con voz dura, dijo: “Mamá, es imposible. La tengo frente a mí en este avión. La veo claramente”.
Colgué, temblando tanto que casi dejé caer el teléfono. La sala, de pronto, me asfixiaba. Me dejé caer en el sillón, intentando respirar, pero una pregunta me oprimía el pecho: si Martina estaba aquí, ¿quién era la mujer en el avión? Y si era ella, ¿quién estaba en mi casa?
Minutos después, Martina bajó a la cocina. Llevaba un vestido celeste, impecable, el pelo aún húmedo, y sonreía con su dulzura habitual. “Mamá, hoy iré temprano al mercado. ¿Necesita algo?”. Su voz era la de siempre, como si nada raro ocurriera. La miré, forzando una sonrisa, pero por dentro sentía el peso de mil piedras.
“Sí, hijita, tráeme unos tomates, por favor”, dije con la garganta seca. Asintió, tomó su cesta de mimbre y salió. La vi marcharse, con un torbellino en el alma. Sabía que Diego no mentía. Mi hijo jamás inventaría algo así. Pero Martina, la nuera que conocía hace años, también estaba frente a mí. Inconfundible.
Me pregunté si habría algo que no noté, algún secreto oculto en esta casa. Me senté en silencio mientras la luz del mediodía filtraba por las cortinas, dibujando franjas en el suelo. El sillón donde tejía o leía cuentos a Lucas ahora parecía más pesado.
Soy Carmen Ruiz, una viuda de 65 años que vive en un barrio tranquilo de Madrid. Mi esposo, Antonio, se fue hace una década, dejándome con mis dos hijos, a quienes amo más que a mi vida. Jaime, el mayor, es arquitecto, siempre absorto en planos. Diego, el pequeño, es mi orgullo por cumplir su sueño de volar.
Martina, mi nuera, siempre fue el modelo perfecto a mis ojos: diligente, cariñosa con Lucas. Recordé su boda, una fiesta humilde pero llena de amor en el patio de sus padres. Entró a mi casa radiante, como nacida para ser esposa y madre.
Pero tras la llamada de Diego, pequeños detalles cobraron sentido. Martina cambiaba de humor: un día era un ángel, otro me gritaba por trivialidades. Lo atribuí al carácter, pero ahora dudaba. Una vez la vi escribir con la derecha, letra pulcra; al día siguiente, con la izquierda, garabateando. “Es por probar”, dijo al preguntarle.
Esa tarde, Lucas llegó del colegio corriendo. “Abuela, hoy la profesora me felicitó por mi dibujo”. Al mostrar su cuaderno, señaló dos páginas: “Ayer mamá me ayudó con la derecha y le salió bonito. Hoy usó la izquierda y le quedó feo”.
Doña Rosario, mi vecina, también notó algo. “Carmen, tu nuera me dio el plato con la izquierda. ¿No era diestra?”. Sonreí, pero su comentario se clavó como una espina.
Martina regresó del mercado con la cesta en la izquierda, algo que nunca hacía. En la cena, cuando Lucas derramó agua, ella le gritó: “¡Qué torpe eres!”. Jaime la reprendió, y ella replicó: “Siempre lo defiendes y yo parezco la mala”.
Al día siguiente, seguí a Martina. En lugar de ir al mercado, tomó un callejón. Se detuvo frente a una puerta vieja y entró. Cuando regresé a casa, Martina ya estaba allí, pero con otra blusa. “¿Dónde fuiste?”, preguntó fríamente.
Esa nocheFue entonces cuando descubrí la terrible verdad: Martina tenía una hermana gemela llamada Isabel, a quien usaba para cubrir sus infidelidades con un hombre adinerado, hasta que la confrontamos como familia y, al final, Isabel se convirtió en el amor verdadero que Jaime y Lucas necesitaban en sus vidas.