Era el comienzo de una nueva vida. Ese tópico que todos conocemos, ¿no? Haces las maletas, te llevas a tu hija y te mudas al otro extremo del país para empezar de cero después de un divorcio que te dejó por los suelos y contando cada céntimo. Yo estaba viviendo eso. Me llamo Javier, y mi hija, Lucía, es mi mundo entero. Tiene seis años, con unos rizos rubios despeinados y una sonrisa con huequito que derretiría el corazón más frío de Madrid.
Estábamos en el Aeropuerto Adolfo Suárez-Barajas. Si alguna vez has estado ahí en plena temporada de vacaciones, sabes ese caos que vibra hasta en el suelo. Huele a café recalentado, a cera y a puro nervios. Llegamos destrozados. Nuestro vuelo a Barcelona se había retrasado dos veces, y llevábamos cuatro horas sentados junto a la puerta B32.
Lucía se estaba portando como una campeona, pero se le notaba el cansancio en los ojos. No soltaba a su viejo osito de peluche, “Don Peludo”, que tiene desde que era un bebé. Pero esa mañana, mientras yo compraba unos snacks en una tienda, una anciana —de unos ochenta años, con pinta de abuela de película— se puso a hablar con ella. La señora se compadeció al verla tan agotada y le regaló un peluche nuevo: un unicornio morado brillante. “Un guardián para tu viaje”, le dijo con un guiño. Le di las gracias, pensando que era solo un gesto amable en una ciudad donde escasean. Lucía lo bautizó como “Destello” y guardó a Don Peludo en la mochila.
Por fin anunciaron el embarque. Íbamos en la Zona 4. Agarré el equipaje de mano y la mano de Lucía, bien fuerte, y nos dirigimos al pasillo de acceso.
Y entonces cambió todo. No fue un ruido, fue una sensación. El aire se volvió denso, casi cortante.
Miré a la izquierda y vi un agente de la Policía con un pastor alemán. El perro, un animal imponente, se detuvo en seco. Las orejas erguidas como radares. No me miraba a mí. Miraba a Lucía.
“Vamos, Thor”, tiró del arnés el agente.
El perro no se movió. En su lugar, emitió un gemido bajo que sentí en el pecho.
Y luego, pasó.
No era solo Thor. Más allá, otro guía llevaba un malinois belga. Ese perro giró la cabeza de golpe, ignorando las órdenes, y empezó a tirar hacia nosotros.
“¿Papá?”, apretó Lucía mi mano. “¿Por qué me miran los perritos?”
Antes de que pudiera responder, apareció un tercer perro. Luego un cuarto. Era surrealista, como una escena de película a cámara lenta. Los agentes gritaban, las radios crepitaban, pero los perros… los perros estaban poseídos por una sola idea. Rompieron la formación.
En treinta segundos, quince perros policía —pastores alemanes, malinois, labradY así, mientras el tren avanzaba lentamente por los paisajes de Castilla, Lucía dormitaba sobre mi hombro, ajena al milagro de esos ángeles de cuatro patas que, sin dudarlo, habían puesto sus vidas entre ella y el peligro.