Me llamaban ‘la chica del café’. Sabotearon mi trabajo. Se rieron cuando actué. No sabían una cosa: yo era el fantasma que salvó la vida de su general. Trece francotiradores fallaron. Yo tenía una bala. Esta es mi historia.

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**Parte 1**

El aire del desierto era tan espeso que sabías a polvo. El sol del mediodía golpeaba el hormigón de Almería como un horno a 45 grados. Había silencio. El silencio equivocado. Era el silencio de trece francotiradores de élite—todos hombres, todos condecorados, todos rebosantes de arrogancia—que acababan de fallar un disparo imposible. Trece disparos resonaron. Trece nubes de polvo se alzaron, todas a metros del blanco a 4.000 metros.

El General Diego Ramírez permanecía inmóvil, la mandíbula tan apretada que pensé que podría romperse. Se quitó las gafas de sol. “¿Queda algún tirador?”

Silencio absoluto. Solo el sonido de una bandera ondeando a lo lejos, azotada por el viento caliente y caprichoso.

Entonces, una voz cortó el calor. Era femenina, serena, inquebrantable.

Era la mía.

“¿Puedo intentarlo, mi general?”

Todas las cabezas giraron. Se podría haber escuchado caer un alfiler en la arena. Vi las miradas. Confusión. Irritación. Burla pura, sin diluir.

Avancé desde la carpa de suministros. Solo yo, la Capitán Lucía Mendoza. Con mi uniforme sencillo, sin parches, sin insignias de combate, sin fama. Solo la mujer a la que llamaban “Princesa del Inventario” o “Chica del Café”. La que contaba balas pero, supuestamente, nunca las disparaba.

Si alguna vez te han subestimado, reído en tu cara o te han dicho “quédate en tu lugar” por no encajar, esto es para ti.

Porque la verdadera fuerza no necesita un megáfono. Solo necesita una bala.

Mi día no había empezado en el campo de tiro. Empezó a las 0400, en la oscuridad gélida de mi habitación del cuartel. Sin alarma. Nunca la necesito. Los fantasmas me despiertan.

Treinta y dos años. Pelo castaño recogido en un moño tan apretado que dolía. Nada en mí grita “especial”. Ese es el punto. Esa es mi armadura.

Herví café negro en una cafetera de acero abollada. Sin azúcar. Sin leche. Solo fuego y combustible. Mientras goteaba, hice 50 flexiones en el frío suelo, el movimiento automático. Luego abdominales. Estiramientos que tiraban de las viejas cicatrices plateadas en mi espalda y costado, que nadie aquí había visto jamás y de las que nadie se atrevería a preguntar.

De debajo de mi litera, saqué una funda de rifle gastada y anónima. Dentro, reluciente bajo una capa de aceite, estaba mi FR-2. Retirado hace tres años, según los registros. No figura en ningún libro oficial. No importa. Es mío.

Cada mañana, lo desarmo. Limpio cada pieza. El cerrojo. El gatillo. El percutor. Lo vuelvo a armar en cuatro minutos exactos. La memoria muscular nunca duerme. Es un ritual. Una oración. Una forma de recordar quién fui. Quién sigo siendo, bajo este camuflaje de logística y hojas de cálculo.

Bebí mi café de pie junto a la ventana, viendo cómo el sol encendía las montañas. El rifle brillaba en mi cama. Mi penitencia y mi redención.

A las 0600, estaba vestida, el FR-2 escondido, y caminaba hacia la oficina de logística. Mi trabajo: mantener las cadenas de suministro y los conteos de balas impecables. Nada glamuroso. Nada de combate. Solo vital.

Un pelotón de soldados jóvenes—casi niños—pasó corriendo. Cortes de pelo frescos, bromas ruidosas.

Uno silbó. “¡Oye, chica del café! ¿Hay rosquillas hoy?”

Otro se rió. “¡Princesa del Inventario! No pierdas la cuenta de esas grapas, capitán!”

Seguí caminando. Botas aplastando gravilla. Pero mis ojos… mis ojos trabajaban.

Noté la leve cojera del tercer tipo en su rodilla izquierda. Lo estaba disimulando; probablemente periostitis. La forma en que el cuarto cuidaba su hombro derecho. La velocidad del viento, calculada por las banderas ondeando sobre el comedor—20 km/h, rachas de 25, del noreste. La distancia al campo de tiro principal, calculada por el retraso en el sonido de los disparos de práctica.

Lo veo todo. Lo calculo todo. Es lo que hago.

En el depósito de municiones, la falta de respeto fue menos… casual. Un novato dejó caer una caja de balas de distintos calibres. Caos. Balas de 5.56 y 7.62 esparcidas por el suelo. “¡Mierda!”, murmuró el chico, arrodillándose, atrapado.

Me arrodillé a su lado. Sin palabras.

Mis manos actuaron. Calibre, peso, fabricante. Las clasifiqué en menos de 30 segundos. Cada bala en su lugar. No era un truco. Era física. Era orden.

El novato me miró boquiabierto. “¿Cómo…?”

“Física,” dije, mi voz seca. Me levanté, me sacudí el polvo de las manos y me fui.

El Sargento Primero López, un francotirador veterano con un pecho lleno de medallas, observaba desde la puerta. Me miró con recelo, sus ojos llenos de sospecha. Lo había visto. Eso no era suerte. Era formación. Profunda. Lo archivó, pero se calló.

Vio, pero no entendió.

La mañana seguía. Ahora sería maliciosa.

Terminé mi ronda en la jaula de armamento restringido. Aquí estaba la munición de alta precisión. La cara. Mi firma era la última en el registro antes de salir al campo.

Busqué el manifiesto diario—el registro de todas las balas de precisión de 7.62mm y .338 Lapua. No estaba.

Un frío me recorrió el estómago. Escudriñé el área. Y lo vi. Arrugado. Metido en un barril de trapos sucios de aceite.

Lo saqué. El papel estaba empapado. Destruido deliberadamente. Inútil. Y el Comandante Sánchez lo necesitaba para su aprobación en diez minutos.

Mantuve la calma. Una máscara de neutralidad. Miré hacia el otro extremo del depósito. Dos armeros jóvenes—los mismos que me llamaban “chica del café”—limpiaban equipo, evitando mi mirada.

No fue un error. Fue sabotaje. Un intento infantil de hacerme quedar mal, de que pareciera incompetente. De poner a la “princesa del inventario” en su lugar.

No dije ni una palabra. No grité. No los reporté.

Fui al banco de trabajo más cercano, saqué una hoja nueva y tomé mi bolígrafo. El sonido rápido y rítmico de la tinta sobre el papel fue el único ruido en el depósito.

Reescribí todo el inventario. De memoria.

7.62mm, 175 granos, M118LR, Lote #FA-45B, 1.200 rondas. .338 Lapua, 250 granos, Mk 248 Mod 1, Lote #G-92A, 400 rondas. Fechas de expiración. Números de lote. Peso total.

Fluyó perfectamente en el nuevo formulario, exacto hasta el último dígito.

Cuando los armeros pasaron, fingiendo salir, ni siquiera levanté la vista. Solo coloqué el manifiesto impecable justo donde debía estar.

Cinco minutos antes de tiempo.

El silencio que siguió fue pesado. Era el sonido de su malicia derrumbándose bajo el peso de mi competencia. Más satisfactorio que cualquier gritEl avión aterrizó en silencio bajo la luna, mientras apretaba en mi mano la vaina plateada, sabiendo que esta vez, ni una sola bala se desperdiciaría en la memoria de aquellos que ya no estaban.

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