**Diario de Ramiro Valverde**
Hoy, como siempre, recorrí los pasillos de la casa. Mármol perfecto, lámparas de cristal, cuadros de artistas reconocidos colgados en paredes más frías que yo. Todo reluce, pero nada respira. La fortuna me ha dado tanto: inversiones, propiedades en Madrid y Barcelona, viajes en jet privado, coches de lujo. Pero lo que no he podido comprar es lo que más anhelo: que mis hijos vean.
Alberto y Darío, mis gemelos de ocho años, nacieron ciegos. Los médicos dijeron al principio que sería temporal, que con terapias, cirugías pioneras en Suiza o tratamientos costosos en Alemania, podría mejorar. He gastado millones de euros en cada esperanza. Firmé papeles con manos temblorosas, los llevé de clínica en clínica por media Europa.
Siempre terminaba igual: ilusión, desengaño, silencio. Esta mansión en La Moraleja parece un mausoleo. Los niños pasan sus días con tutores que les enseñan braille, ejercicios de movilidad y juegos adaptados, pero todo huele a encierro. No ríen como otros niños. No corren por los pasillos, no se maravillan con los colores de un juguete, no señalan nada con ese gesto curioso de la infancia. La casa no tiene risas, ni preguntas inocentes, ni vida.
Esta mañana, desde el ventanal, miraba el jardín bañado en sol. Todo era un verde vibrante, pero solo sentía la ironía cruel: ellos jamás lo verán. En eso, escuché los pasos de mi asistente, Carmen.
—Señor Valverde —dijo con esa cortesía medida—, ha llegado la nueva niñera.
Giré la cabeza sin entusiasmo. Ya van cuatro en menos de dos años. Todas se van agotadas. *“No sabemos cómo conectar con ellos”, “Es demasiado difícil”*. Y, en el fondo, no las culpo.
—Que pase.
La puerta se abrió y allí estaba ella: Sofía. Joven, rostro sencillo, pelo castaño recogido en una coleta y unos ojos que todo lo observaban con una calma desconcertante. No llevaba ropa de marca como las anteriores, sino un vestido sencillo y zapatos cómodos, con un bolso de tela gastado al hombro. La miré de arriba abajo, frío.
—Así que usted es la recomendada por la fundación.
—Sí, señor Valverde. Sofía Martín. He trabajado con niños con necesidades especiales —respondió, voz serena pero firme.
Apreté los ojos.
—Le advierto algo: no espero milagros. Mis hijos no necesitan cuentos de hadas. Necesitan rutina, disciplina, orden. Si lo suyo es darles falsas esperanzas, mejor dígalo ahora.
Ella no bajó la mirada.
—No vengo a mentirles, señor. Pero creo que pueden aprender a *ver*… a su manera.
Carmen parpadeó, sorprendida. Nadie suele llevarme la contraria en mi propia casa. Yo solté una risa cortante, pero algo en sus palabras me dejó pensando. Quizá, solo quizá, esta vez sea diferente.