La llamada para poner fin a mi última misión llegó antes de lo esperado. Un momento estaba revisando el informe de seguridad en la sala de operaciones en el extranjero. Al siguiente, guardaba mi mochila.
Cuarenta años de servicio me enseñaron a moverme rápido. Pero esto era distinto. No solo abandonaba una base. Dejaba atrás la vida que había construido para proteger a mi país, llevándola ahora en el bolsillo de mi chaqueta.
El peso del reloj de bolsillo de mi padre me recordaba su presencia. Me lo dio antes de mi primer despliegue, diciéndome que siempre volviera a casa. Lo hice—una y otra vez. Pero este regreso no estaba planeado. No le había avisado a nadie, ni siquiera a mi hijo.
El vuelo nocturno a Madrid fue un borrón de ruido de motores y pensamientos inquietos. Miraba por la ventana, observando la delgada línea del amanecer sobre el Atlántico, preguntándome si Adrián estaría trabajando o aún dormido cuando llamara a su puerta. Recordé su sonrisa—esa forma en que le brillaban los ojos al reír—y eso me sostuvo durante las turbulencias.
Al aterrizar, el calor de Valencia me envolvió como una manta pesada. El taxista cargó mi mochila sin decir palabra. “Gandía,” le dije, dándole la dirección de Adrián.
Mientras recorríamos la autovía, las palmeras se mecían en el aire húmedo. Intenté ignorar la opresión en el pecho. Habíamos hablado poco últimamente—mis responsabilidades, su vida. Pero siempre creí que podríamos retomar donde lo dejamos.
El taxi giró hacia su calle, y algo en mí cambió. La hierba frente a su casa estaba crecida. El buzón, repleto de sobres. Las cortinas, cerradas contra el sol. No parecía un hogar. Parecía abandonado.
Bajé del coche, el calor punzante en mi nuca, y justo cuando iba a llamar, una voz conocida me llamó desde el otro lado de la calle. La señora Martínez, vecina de Adrián desde que se mudó, estaba allí con una regadera en mano, el rostro pálido.
“Marisela,” dijo, acercándose rápido. “No sabes… todavía no.”
Mi voz sonó firme, pero los dedos se cerraron alrededor del reloj. “¿Qué pasó?”
“Adrián lleva dos semanas en la UCI. Se lo llevaron en ambulancia de madrugada. Y Lucía”—vaciló, desviando la mirada—”ha estado en un yate en Ibiza. Publicando fotos en Instagram.”
El aire pareció espesarse mientras sus palabras se asentaban como plomo en mi pecho. No recuerdo el viaje al hospital. Un instante estaba en el jardín de Adrián. Al siguiente, empujaba las puertas de cristal del centro médico, el corazón agitándose en mis oídos.
El aire olía a desinfectante—ese olor que se te pega a la ropa mucho después de irte. En recepción, di mi nombre y el suyo. La enfermera reconoció el apellido y me indicó la UCI. Quinto piso. Habitación 512.
Tomé el ascensor, apretando el reloj de mi padre con tanta fuerza que el metal me marcó la palma. El pasillo estaba en silencio, solo interrumpido por el pitido constante de los monitores. Al entrar en la habitación, el sonido creció. Inevitable.
Mi hijo yacía en la cama, la piel pálida, su cuerpo reducido bajo la bata hospitalaria. Tubos y cables lo recorrían como un mapa cruel.
Un hombre de bata blanca se volvió desde el monitor. “Soy el doctor Ignacio Cruz,” dijo, voz baja pero firme. “Su hijo tiene cáncer gástrico avanzado. De haberlo detectado antes, tal vez habría más tiempo. Lleva aquí dos semanas. Sin visitas.”
Las palabras sonaban irreales, como si pertenecieran a otra vida. Me acerqué, rozando el dorso de su mano con los dedos. Su piel estaba fría, las venas frágiles bajo mi tacto. Sus párpados se agitaban.
Lentamente, se abrieron, y vi esos mismos ojos color miel que brillaban cuando era un niño en el campo de fútbol. “Te quiero, mamá,” susurró, su voz apenas un aliento.
Antes de que pudiera responder, el pitido constante del monitor se convirtió en un tono continuo. Las enfermeras entraron corriendo, y el doctor me guió al pasillo. Me quedé inmóvil, escuchando las órdenes apresuradas, el ruido de pasos, el golpe de manos sobre su pecho.
Minutos después, la puerta se abrió. El doctor salió, la expresión grave. “Lo siento. Hicimos todo lo posible.”
El reloj en mi mano pesaba más que nunca, y solo pude pensar que había llegado demasiado tarde.
Regresé a la casa de Adrián con el olor del hospital aún pegado a mí. Las llaves me resultaron extrañas al subir al porche. Al abrir la puerta, me golpeó un aire viciado—el que se instala cuando nadie cuida un lugar durante semanas.
El salón estaba oscuro. Cortinas bien cerradas. Vasos vacíos en la mesa, una capa de polvo en los bordes.
En la cocina, envases de comida para llevar y platos sin lavar se apilaban en el fregadero. Solo el zumbido del frigorífico rompía el silencio. Sobre la encimera, un montón de correo sin abrir se apoyaba contra la pared.
Revisé los sobres—avisos de corte de luz, facturas impagadas, notificaciones de hipoteca. El pecho se me oprimió al verlos. Adrián nunca había sido descuidado con el dinero.
Pasé a su pequeño despacho, la silla ligeramente torcida, como si alguien hubiera salido deprisa. Papeles cubrían el escritorio—algunos arrugados, otros doblados con cuidado. Entre ellos, encontré una pila de recibos.
El primero era por el alquiler de un yate en Formentera: 120.000 euros—fechado la misma semana en que ingresaron a Adrián en la UCI. Otro, de una joyería de lujo en Madrid, mostraba un gasto de casi 150.000 euros en joyas. Había cenas en restaurantes costeros, ropa de diseñador—todos cargados a la tarjeta de Adrián. Las fechas coincidían demasiado bien con los días en que él yacía en aquella cama de hospital.
Me senté con fuerza en la silla del escritorio, los recibos temblando en mis manos. La imagen de Lucía ocupó mi mente—esa sonrisa en las redes sociales que describió la señora Martínez. Confié en que estaría al lado de mi hijo, cuidándolo cuando yo no podía. En cambio, vació sus cuentas mientras él luchaba por su vida en soledad.
Alineé los recibos con cuidado—cada uno una acusación silenciosa—y supe que esto era solo el principio de lo que encontraría.
Dejé los recibos sobre la mesa, agarrando mi móvil. Su número seguía guardado, aunque no lo usaba desde meses. Por un momento, miré la pantalla, el pulgar suspendido, el peso de lo descubierto empujándome a actuar.
La llamada se conectó al instante. La cara de Lucía apareció, enmarcada por el blanco deslumbrante de la cubierta de un yate. Música a todo volumen, risas de fondo. Sostenía una copa, un cóctel anaranjado chapoteando en el borde. Detrás, gente en bañador bailaba bajo el viento.
“Vaya, mira quién decide llamar,” dijo, sonriendo como si fuéramos viejas amigas.
“Adrián ha muerto,” dije, con una serenidad que no sentía.
Su sonrisa se quebró un instante. Luego encogió los hombros y tomó un sorbo. “Era inevitable. Sabías que estaba enfermo. No había nada que hacer.”
El aire se me hizo pesado en los pulmones, pero no lo dej”Mañana, mientras el sol ilumine el jardín que plantamos juntos, empezaré a escribir una nueva historia en la que su memoria viva no en papeles y cuentas, sino en cada semilla que brote y en cada risa que llene esta casa.”