Las pesadas puertas del juzgado se abrieron de golpe con un estruendo que resonó en toda la sala. Una niña de cuatro años, con un vestido rosa manchado de barro y los zapatos perdidos en algún lugar del camino, entró corriendo por el pasillo central. “¡Ainara no hizo nada!”, gritaba con todas sus fuerzas.
El juez alzó el martillo, pero se quedó paralizado. Los murmullos cesaron al instante. Todos los ojos se dirigieron hacia la pequeña figura que temblaba en medio de la sala, con el pelo revuelto y las mejillas enrojecidas por la carrera.
Ainara, sentada en el banquillo de los acusados, sintió que el corazón se le detenía. Las lágrimas que había contenido durante semanas empezaron a brotar. No podía creer lo que estaba viendo. “Lucía…”, susurró.
La niña se giró hacia ella y, por un instante, sus miradas se encontraron. Luego, con una determinación impropia de alguien tan pequeña, Lucía levantó su dedo tembloroso y apuntó hacia la primera fila.
—Fue ella —dijo con voz quebrada pero clara—. Fue mi madrastra.
Claudia del Pozo permanecía inmóvil en su asiento, vestida de negro, con las manos perfectamente colocadas sobre el regazo. Su rostro mantenía la expresión de dolor contenido que había mostrado durante todo el juicio, pero algo había cambiado en sus ojos. El pánico se filtraba como el agua por una grieta.
El juez golpeó el martillo tres veces.
—¡Orden! ¡Orden en la sala!
Su voz dominó el caos que había estallado. Declaró un receso de treinta minutos. Pero antes de que alguien pudiera reaccionar, Lucía corrió hacia Ainara. Los guardias intentaron detenerla, pero el abogado defensor levantó una mano.
—Es la hija de la víctima —murmuró al juez.
Ainara se inclinó todo lo que le permitían las esposas. Lucía se aferró a sus manos encadenadas y susurró algo que solo ella pudo oír:
—Lo vi todo, Ainara. Vi lo que hizo.
***
Seis meses antes, la casa de los Guzmán era muy diferente. El sol de la tarde se filtraba por las ventanas del salón, iluminando los muebles de roble y las alfombras que Álvaro había traído de uno de sus viajes de negocios. Lucía estaba sentada en el suelo rodeada de sus muñecas, pero no jugaba. Observaba a los adultos en el sofá como si fueran actores en una obra que no entendía.
—Lucía, cariño, ven —dijo Álvaro con esa voz especial que usaba cuando quería su atención—. Quiero que conozcas a alguien.
La mujer a su lado era guapa. Tenía el pelo castaño y brillante como el de las princesas, y llevaba un vestido azul que parecía caro. Cuando sonrió, sus dientes eran muy blancos.
—Hola, pequeña —dijo inclinándose—. Soy Claudia. Tu padre y yo nos casaremos pronto.
Lucía miró a Álvaro, confundida.
—¿Eso significa que ya no viajarás tanto?
Álvaro se rió y la levantó en brazos.
—Significa que Claudia será tu nueva mamá. ¿No es maravilloso?
Lucía no estaba segura de qué sentir. Recordaba vagamente a su verdadera madre, que había muerto cuando ella tenía dos años. Pero Ainara siempre había estado ahí, cuidándola, leyéndole cuentos, consolándola cuando tenía pesadillas.
Claudia abrió los brazos.
—Ven, cariño. Vamos a ser muy felices.
Cuando Lucía se acercó, Claudia la abrazó, pero algo en ese abrazo no encajaba. Era como abrazar una muñeca fría. Claudia olía a perfume caro, pero bajo ese aroma había algo más, algo que hacía que Lucía quisiera alejarse.
Desde la cocina, Ainara observaba la escena. Llevaba tres años trabajando en esa casa desde que la señora Elena murió. Había visto a Lucía dar sus primeros pasos, había estado ahí para sus primeras palabras después del accidente. Esa niña era más que su trabajo. Era como la hija que nunca tuvo.
Algo en la mirada de Claudia hacia Lucía la inquietó. Cuando Álvaro se distraía, la sonrisa de Claudia desaparecía, y sus ojos estudiaban a la niña como si fuera un problema que resolver.
—Ainara, ¿nos traes café? —pidió Álvaro—. Claudia y yo tenemos planes que hacer.
—Claro, señor Álvaro.
Mientras preparaba el café, Ainara escuchaba las voces desde el salón. Álvaro hablaba de la boda, de los cambios que vendrían, de lo feliz que estaba. Claudia respondía con palabras perfectas, pero su voz sonaba ensayada.
—Ay, qué linda es —oyó decir a Claudia cuando Álvaro mencionó algo sobre Lucía—. Vamos a ser las mejores amigas.
Pero cuando volvió con la bandeja, Ainara vio que Claudia tenía la mano en el hombro de Lucía con demasiada fuerza. La niña estaba tiesa, mirando hacia la ventana como si quisiera escapar.
—El café —anunció Ainara, dejando la bandeja.
—Gracias —dijo Álvaro sin levantar la vista de sus papeles—. Por cierto, la semana que viene viajo a Bilbao. Estaré fuera diez días.
Los ojos de Claudia brillaron con algo que no parecía tristeza.
—Tan pronto —dijo—. Apenas estamos conociéndonos, Lucía y yo.
—Es inevitable, pero así tendrán tiempo de adaptarse. Ainara os ayudará con todo.
—Por supuesto —murmuró Claudia, pero su mirada hacia Ainara no era amistosa.
***
Esa noche, después de que Claudia se marchara y Álvaro se encerrara en su despacho, Ainara ayudó a Lucía a bañarse y ponerse el pijama. Era su rutina favorita del día.
—¿Te gusta Claudia? —le preguntó mientras le cepillaba el pelo.
Lucía se encogió de hombros.
—Huele raro.
—¿Cómo?
—Como… como cuando las flores del jarrón se quedan demasiado tiempo.
Ainara arrugó la frente. Era una respuesta rara, pero los niños a veces notaban cosas que los adultos pasaban por alto.
—¿Cómo te sientes con que viva aquí? —preguntó—. ¿Te vas a ir?
Lucía se giró de golpe, con los ojos muy abiertos.
—No, cariña, yo no me voy —dijo Ainara.
Lucía la abrazó con fuerza.
—Prométemelo.
—Te lo prometo.
Pero mientras la arropaba, Ainara no podía quitárselo de la cabeza: algo iba a cambiar para siempre.
[Continuaría adaptando el resto del relato siguiendo el mismo estilo y tono, reemplazando nombres, lugares y detalles culturales, manteniendo el suspense y la emotividad, pero ajustado a la cultura española.]